Matrimonio exprés
-Colóquense ahí, justo dentro de la marca.
La ceremonia tenía lugar en un pequeño país, fruto de una serie de avatares históricos de difícil repetición y cuya existencia desafiaba al más mínimo sentido común, el cual, al igual que otros similares habían hecho de su condición de paraísos fiscales su modus vivendi, presumía de ser el primer paraíso nupcial a nivel estatal, ofreciendo a sus clientes un amplio catálogo de bodas exprés sin ningún tipo de molestas limitaciones ni restricciones.
El oficiante, revestido con unos ropajes de opereta, había indicado a los contrayentes un rectángulo marcado en el suelo frente a él y, tras echar un rápido vistazo al pequeño monitor discretamente situado en el atril, desgranó cansinamente el ritual:
-John Alejandro, ¿quieres recibir a Lucrecia Vanesa como esposa, y prometes serle fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y amarla y respetarla todos los días de tu vida hasta que la muerte os separe?
Tras recibir el consabido sí del interpelado, repitió la pregunta invirtiendo los nombres. Obtenida la segunda respuesta afirmativa, continuó:
-En virtud de la autoridad que me ha sido otorgada, os declaro marido y mujer. John Eduardo, puedes colocarle el anillo a la novia y besarla.
Así lo hizo el nervioso interpelado. Apenas había terminado cuando se abrieron unas trampillas a ambos lados de la sala donde tenía lugar la ceremonia, por las que asomaron las ominosas bocas de unos fusiles que, de forma inmisericorde, comenzaron a escupir su mortífero mensaje de plomo. Ambos contrayentes cayeron fulminados de forma instantánea, con sus pretenciosos trajes nupciales, adquiridos probablemente en la tienda del propio salón matrimonial, salpicados de múltiples manchas de vivo color carmesí.
Con una precisión matemática el suelo sobre el que yacían los cadáveres se hundió, haciéndolos desaparecer. Instantes después volvía a ascender impolutamente limpio, sin que el menor rastro de sangre pudiera servir como indicio de lo que acababa de ocurrir. Las mortíferas trampillas se habían cerrado, y el potente sistema de ventilación había barrido hasta el último resto del acre olor de la pólvora, sustituido por un agradable perfume de incienso.
El impasible oficiante, tras beber un largo trago de un vaso que depositó en una pequeña hornacina, increpó a un invisible interlocutor:
-¡Morgan, haz entrar a los siguientes, que no tenemos todo el día! ¡Y vosotros -añadió dirigiéndose a los sicarios ocultos tras las trampillas-, a ver si tenéis más cuidado, que por poco me salpicáis la túnica!
Porque este pequeño país no sólo contaba con las leyes más permisivas del mundo en cuestión de matrimonios; también podía presumir, con todo merecimiento, de sus no menos expeditivos divorcios exprés.
Publicado el 4-5-2014