El príncipe encantado



Si había un rasgo que caracterizara a la protagonista de este relato, no era otro que su desbordante imaginación. A pesar de haber dejado ya definitivamente atrás la época comúnmente considerada como la infancia, lo cierto era que la muchacha soñaba despierta sintiéndose pertenecer más al dorado mundo de sus fantasías que a la prosaica realidad de la pequeña y remota aldea montañosa en la que había nacido y crecido.

Yo no soy de aquí”. Acostumbraba a decir cada vez que llevaba a las vacas a pastar a los verdes prados. “Tarde o temprano encontraré a mi Príncipe Azul, y entonces mi vida cambiará para siempre”. Pero al día siguiente tenía que volver a cuidar a las vacas.

Una mañana radiante de primavera, cuando cruzaba por un claro del bosque, encontró en mitad del mismo a una magnífica rana que estaba plácidamente sentada gozando del tibio sol. Ella conocía sobradamente los principales cuentos infantiles, incluyendo por supuesto al del príncipe encantado convertido en rana; así pues, no lo dudó un solo instante: Cruzó el claro con paso firme, tomó suavemente en sus manos al impasible animal y, sin titubear, le estampó un ardiente beso en mitad del húmedo hocico.

Era imposible que pasara, pero el milagro ocurrió. Tal como relataba el cuento el hechizo quedó roto y la muchacha, olvidada ya para siempre su anodina vida anterior, pudo disfrutar del amor sin límites de su adorado y agradecido príncipe. Y fueron felices para siempre, aunque a decir verdad faltó un pequeño detalle para que la felicidad de ella llegara a ser completa... Porque, por mucha buena voluntad que le pusiera, lo cierto es que nunca llegó a acostumbrarse del todo a su nueva dieta a base de moscas e insectos.


Publicado el 25-5-2004 en Ochocientos y el 28-2-2007 en Efímero