Celsius 233



-¿Don Rigoberto Patacón?

-Soy yo -respondió titubeante el interpelado-. ¿Qué desean?

-Somos funcionarios de la Agencia de Supervisión Social -respondió el que parecía llevar la voz cantante, mostrándole una placa en la que campeaban dos estilizadas eses mayúsculas. Desearíamos hablar con usted.

-¿Son policías? -la sorpresa inicial comenzó a dar paso a la desconfianza.

-No, no lo somos, pero sí pertenecemos a un organismo oficial que nos faculta para realizar entrevistarnos con los ciudadanos.

-Lo siento, pero no estoy interesado en responder a encuestas, y además me encuentro bastante ocupado.

-No se trata de una encuesta -intervino el segundo visitante en tono desabrido-. No traemos una autorización judicial que nos permita entrar en su casa, por lo tanto usted puede negarse a atendernos; no se lo impediremos. Tan sólo queremos, tal como le ha explicado mi compañero, hablar con usted. Pero en caso de que no aceptara le entregaríamos una citación oficial, de cumplimiento obligatorio, conminándole a presentarse en una de nuestras sedes. Dado que esta opción le resultaría probablemente más incómoda, le recomendamos que acepte dejarnos entrar en su vivienda, ya que no es cuestión de hablar en el rellano de la escalera.

-¡Pero yo no nunca había oído hablar de esa agencia de... supervisión! -porfió el interpelado-. ¿Quién me asegura que esa placa que me han enseñado...?

-Supervisión Social -enmendó el primero con ademán conciliador-. Y le aseguro que nuestras placas no son falsas aunque nuestra agencia no sea demasiado conocida, en parte porque su creación es reciente y en parte porque su naturaleza es discreta. Tampoco somos agentes secretos, ni realizamos tareas de inteligencia.

-Eso está muy bien -insistió el dueño de la vivienda sin dar su brazo a torcer-.¿No me podrían dar pruebas más fehacientes de lo que afirman? Comprenderán que todo esto es un tanto extraño, y la propia policía advierte sobre la posibilidad de engaños por suplantación de identidad.

-Tiene usted razón -concedió el bueno adelantándose a la respuesta del malo-. Si lo desea, le podemos entregar la citación tal como ha sugerido mi compañero. La dirección a la que remite es una comisaría de policía, no porque ésta tenga nada que ver en nuestros asuntos, sino a modo de garantía para los citados; ellos lo único que hacen es cedernos un local de sus instalaciones, y créame que no de muy buena gana. Comprenderá que ningún delincuente sería tan estúpido como para meterse en la boca del lobo -concluyó con una sonrisa.

-Otra posible opción -terció el malo- es llamar al 112 y dales el código que viene impreso en la citación; automáticamente le pasarán con nuestro departamento y allí le darán todas la explicaciones pertinentes. Espero que su desconfianza no llegue a tanto como para pensar que somos capaces de pinchar su llamada.

-Está bien -capituló franqueándoles el paso-. Pero les ruego que sean lo más breves posible, es cierto que estoy ocupado.

-No se preocupe, no le entretendremos demasiado -respondió uno de ellos.

Mientras les conducía al salón, Rigoberto Patacón pensaba si no se habría equivocado; al fin y al cabo ni le habían mostrado la citación ni había llamado él al 112. Pero a lo hecho pecho, se dijo, y además poco sería lo que le pudieran robar dado que en la casa no había objetos de valor para los ladrones, que no para él; pero estos últimos, y en especial los libros, nunca se los robarían.

-Siéntense -les invitó con un gesto indicándoles el sofá, mientras él lo hacía en uno de los sillones.

Ellos obedecieron, adoptando una postura envarada. Fue entonces cuando Rigoberto prestó por primera vez atención a su aspecto: vestidos enteramente de negro, tal como se describía a los visitantes en las fantasías magufas, aunque realmente no fueran policías, tal como afirmaban, la verdad era que se les parecían bastante... al menos a los que él había visto en las películas y las series de televisión. En cualquier caso, emanaban una palpable sensación de autoridad.

-Ustedes dirán...

-No tiene por qué preocuparse, todo será sencillo -le tranquilizó el bueno mientras su compañero guardaba silencio-. Permítame que conecte la tableta.

Mientras hablaba había abierto el maletín y sacado ésta, que estaba procediendo a encender.

-Es un poco lenta -se excusó sonriente en un claro intento de romper el hielo-. Ya ve, nosotros también padecemos los recortes presupuestarios.

Tras unos segundos de espera -en realidad no era tan lenta- comenzó a leer una serie de datos.

-Rigoberto Patacón, DNI número ..., nacido en ... el ..., residente en..., jubilado, soltero, vive solo. ¿Es correcto?

-Sí, pero... ¿cómo conocen ustedes estos datos personales míos?

-Ya se lo hemos dicho, somos un organismo oficial y tenemos acceso a la información que resulta necesaria para nuestro trabajo. Registro civil, padrón, todo eso. Disculpe por estos trámites previos, pero debemos seguir un protocolo. Y no se preocupe, su expediente está completamente limpio, ya me entiende usted.

-¿Entonces?

-Le repito que nuestra Agencia no tiene ningún vínculo orgánico ni con la policía ni con los servicios de inteligencia. Nuestra labor no es perseguir a los delincuentes ni a posibles espías, ni en general nada que tenga que ver con el Código Penal o con cualquier otro tipo de delitos. Tampoco es de ningún modo coactiva, sino simplemente asesora. Digamos para resumir que lo que deseamos es ayudar a los ciudadanos a ser todavía mejores ciudadanos.

-No acabo de entender...

-Lo entenderá en unos momentos, pero para ello deberé leerle algunos datos más que figuran en su ficha. ¿Me lo permite?

El anfitrión hizo un vago esto afirmativo. ¿Qué alternativa la quedaba?

-Le agradezco su comprensión, señor Patacón. Por desgracia, no todos se comportan de una forma tan colaborativa como usted.

Rigoberto estaba empezando a cansarse de tanta verborrea, pero por prudencia se contuvo.

-Veo que sus aficiones son esencialmente culturales: lectura, sobre todo literatura incluyendo ciencia ficción, historia y ensayos científicos; música clásica, ópera, zarzuela, bandas sonoras; películas, también clásicas; pintura, escultura y arquitectura, siempre que no sean vanguardistas... unas preferencias muy marcadas. En sus viajes elige siempre destinos culturales como museos y edificios emblemáticos de las ciudades que visita, aunque también le gusta la naturaleza.

-Eso es cierto, pero ¿qué tiene de malo?

-¿Malo? No, por supuesto que no tiene nada de malo. Es más, usted muestra poseer una cultura bastante refinada y, digámoslo también, no demasiado frecuente en estos tiempos. Además escribe y tiene, junto con varios libros publicados, una página personal en internet.

-Por todo lo cual nunca he ganado un céntimo -apostilló Rigoberto temiendo que los palos pudieran venir por la parte económica-. Bueno, algún libro sí me regalaron...

-¡Oh, le aseguro que tampoco somos inspectores camuflados de Hacienda, ni de la Seguridad Social! -sonrió jovialmente su interlocutor- No, señor Patacón, no estamos buscando posibles incompatibilidades con su pensión ni ingresos extraordinarios no declarados a Hacienda; amén de que nos consta que efectivamente usted nunca ha ganado dinero por su actividad literaria salvo algún ocasional pellizquito irrelevante a efectos fiscales. Sí participó en algún concurso de televisión hace ya tiempo, pero lo declaró correctamente.

“Vaya -se dijo Rigoberto-, éstos serán o no lo que afirman ser, pero lo cierto es que están al tanto de hasta qué marca de calcetines uso”.

-Y es una lástima -continuaba diciendo, impertérrito, el agente de lo que fuera-, porque he leído algunos escritos suyos y son francamente buenos, le felicito. Pero los temas que aborda mucho me temo que no coinciden demasiado con los gustos mayoritarios, pese a lo cual las visitas a su página tampoco son desdeñables.

-Yo escribo únicamente para satisfacer mi afición, nunca pretendí vivir de ello, ni tan siquiera para sacarme un sobresueldo -respondió molesto, no tanto por la crítica velada como por desconfianza hacia de las adulaciones-. Y mucho menos busqué ser uno de esos estúpidos influencers -escupió el barbarismo-. Por supuesto me gustaría tener más lectores, qué escritor no lo desea, pero con ello me daría ya por bien pagado.

-Lo entiendo perfectamente, yo también lo intenté hace años... -suspiró Visitante 1- pero lo tuve que dejar por falta de inspiración, algo que usted evidentemente tiene de sobra. Pero le estamos entreteniendo demasiado, así que habrá que dejar esta agradable conversación para más adelante -se interrumpió al percatarse del sutil gesto con el que le apremiaba Visitante 2-. Su tiempo es precioso, y no deseamos hacérselo perder más de lo imprescindible.

Ante el mudo asentimiento de su interlocutor, continuó en un impostado tono pesaroso:

-Y sospecho que le hemos debido interrumpir en plena tarea literaria -en realidad estaba haraganeando por internet, pero eso no venía a cuento-; ya he visto al pasar que su despacho de trabajo no tiene nada que envidiar al de más de un escritor famoso.

¡Maldición! al ir a abrir la puerta había olvidado cerrar la del despacho, y los dos intrusos habían tenido ocasión de fisgar en él cuando les condujo por el pasillo camino del salón; como no contaba con que se le fueran a colar, ni siquiera pensó en ello. Pero ya no tenía remedio, y visto todo lo que sabían de él tampoco parecía ser tan importante.

-Bueno, los libros son baratos en comparación con otras aficiones -se defendió-, y muchos de ellos los he comprado en librerías de viejo o en mercadillos; además, tienen la ventaja de que no hay que volver a pagar por ellos si quieres volverlos a leer. Y tampoco tengo otros gastos superfluos... -se interrumpió sintiendo la desagradable sensación de que había hablado demasiado.

-Tiene usted toda la razón -concedió Visitante 1 dando fin a la coba al tiempo que volvía a fijar la vista en la pantalla de la tableta-. No se le conocen grandes gastos, ni mucho menos derroches; esta vivienda es de su propiedad desde hace muchos años, cuando los precios todavía no eran disparatados. No frecuenta bares, restaurantes ni otros lugares de ocio. No le gusta la música salvo la clásica y, en pequeñas dosis, el jazz, al tiempo que aborrece la digamos moderna como el rock, el pop, el rap, el reguetón y similares, y presume de no haber estado nunca en una discoteca salvo una vez de adolescente que le llevaron engañado. Tampoco es aficionado al deporte ni como práctica ni como espectáculo; es más, aborrece el fútbol. Y apenas pisa los centros comerciales salvo en caso de extrema necesidad, porque tampoco le agradan.

-¿Cómo saben todo eso? -le interrumpió irritado-. Es información privada que a nadie le importa.

-Es usted mismo quien lo afirma en su página personal -respondió Visitante 1 fingiendo inocencia-. No de una manera tan explícita, por supuesto, pero sí un poquito aquí, un poquito allá... a veces en un artículo, a veces dentro de un relato que siempre, en mayor o menor medida, suelen ser autobiográficos. La inteligencia artificial se ha limitado a entresacarlo, ordenarlo y ponerlo en limpio; pero todo lo que le he leído ha salido de ahí. ¿Acaso alguno de estos datos es incorrecto? Le agradecería que nos lo dijera para poder corregirlo.

-Son ciertos -concedió a regañadientes-. Pero no veo qué interés pueden tener para ustedes mis aficiones, que no molestan a nadie.

-No se le está acusando de nada -intervino el hosco Visitante 2-. Tan sólo enumeramos una serie de de detalles obtenidos siempre de fuentes públicas para que usted pueda corroborarlos o no.

-Enseguida acabamos -le interrumpió su compañero, temeroso quizás de los métodos bruscos de éste-. No deja de sorprendernos que usted se mantenga completamente al margen de las redes sociales, y que se niegue en redondo a usar un móvil inteligente aferrándose a un modelo básico.

-No lo necesito, yo me conecto a internet por el ordenador, el teléfono lo uso sólo para hablar. Y las redes sociales no me interesan, es exasperante tener que separar el poco grano de la mucha paja. Tampoco creo que les importe esto a ustedes.

Visitante 1 hizo caso omiso de la pulla.

-Tan sólo me queda añadir que no se le conocen amigos, que apenas mantiene trato, salvo el imprescindible, con vecinos y familiares, y que cuando todavía estaba usted en activo tuvo ciertos... desencuentros con sus compañeros de trabajo, que al parecer le tildaban de aguafiestas puesto que rehusaba relacionarse con ellos fuera de su ámbito laboral.

-¡Eso no está en mi página! -exclamó indignado-. ¡Y viola el derecho a la protección de mis datos personales!

-No viola nada -le espetó Visitante 2-. Esta información nos fue proporcionada libre y voluntariamente por ciertas personas cuya identidad está registrada, y contamos con la pertinente autorización para incorporarla a su expediente. Si no lo cree, puede contratar a un abogado.

-Con esto termino -zanjó conciliador Visitante 1-. La consulta de los movimientos de su tarjeta de crédito confirma lo anteriormente afirmado, y antes de que usted vuelva a interrumpirme le advierto que nuestra fuente también es legal, en esta ocasión la propia Agencia Tributaria.

-En resumen -Rigoberto mordió las palabras-. Ustedes se las han apañado en plan Gran Hermano para conocer prácticamente todo de mí; ¿también mi historial médico?

El silencio de ambos visitantes fue tan significativo como una afirmación explícita.

-Y no me digan que es legal cruzar información confidencial de un sitio a otro, por mucho que se trate de organismos oficiales. Hacienda no tiene por qué saber si me han operado de apendicitis, ni el Registro Civil si voy o dejo de ir al gimnasio o a los centros comerciales. Esto es algo que me parece no sólo ilegal, sino también extremadamente grave. Mientras yo cumpla con mis obligaciones como ciudadano y respete las leyes, nadie tiene por qué entrometerse en mi vida privada.

-Puede usted poner una denuncia -repitió estólidamente Visitante 2-. Ya le hemos advertido que no le servirá de nada.

-¡Esto es inaudito! ¡Además me amenazan! ¿Dónde está la Constitución? ¿Dónde están las leyes que nos protegen a los ciudadanos? ¡Y por si fuera poco tienen la desfachatez de venir a decírmelo a mi propia casa! Les ruego que se marchen inmediatamente de aquí -exigió al tiempo que se levantaba.

-Como usted prefiera -respondió con calma Visitante 1-. Entrégale al señor Patacón la citación -ordenó a su compañero-. Pero le recuerdo que conforme a la legislación vigente tendrá la obligación de acatarla y, una vez en nuestra sede, le volverán a repetir lo mismo que le hemos estado diciendo..

-¿Y si no me presento? -retó.

-Vendría a buscarle la policía con la correspondiente orden judicial y le llevarían allí de grado o por la fuerza. Créame, cualquiera de estas alternativas sería menos agradable para usted, y no lograría nada oponiéndose. Además, como ya le he dicho, casi hemos terminado.

-¿Qué les queda por restregarme? ¿Un informe pormenorizado sobre mi vida sexual, una estadística de cuántas bebidas alcohólicas consumo al año, los periódicos que leo o dejo de leer? Por cierto, se les ha olvidado añadir que en mi vida he pisado un bingo, un casino o una casa de juegos, y que no compro lotería ni siquiera en navidad.

-Todo eso lo sabemos, señor Patacón, sólo que tampoco estimamos necesario abrumarle con tantos datos. Pero si se da cuenta, hasta ahora lo único que hemos hecho ha sido informarle de lo que conocemos de usted.

-¿Les parece poco? En resumen, ¿qué demonios quieren de mí? ¿Coaccionarme? ¿Chantajearme? ¿Amenazarme? Lamento decirles que no conseguirán gran cosa. Con la pensión, algunos ahorros y este piso tengo suficiente para vivir decentemente, pero no para mucho más. Y carezco de la menor capacidad de influencia, como bien han dicho tengo tendencias más bien tirando a eremitas. Me temo que se han equivocado de persona; aunque quisiera, que no quiero, obedecerles, y aunque me obligaran a ello, poco provecho podrían sacar de mí. Aurea mediocritas, que decían los antiguos.

-Le recuerdo de nuevo que nuestra misión no es la de coaccionarle ni mucho menos nada de lo que usted equivocadamente nos acusa -intervino Visitante 1 conservando la flema-. Tan sólo pretendemos ayudarle a ser mejor ciudadano, por supuesto contando con su colaboración.

-¿Y si no acepto? Yo me considero un buen ciudadano sin necesidad de mejoras.

-Y lo es, de no ser así nosotros no estaríamos aquí. Pero siempre se puede mejorar, y esto sería bueno para usted. No obstante, puede tener la seguridad de que no se le forzará a hacer nada en contra de su voluntad.

Viendo que el gesto de desconfianza no se borraba del ceñudo rostro de Rigoberto, Visitante 1 añadió:

-Entiendo que usted vea esto como algo innecesario a la par que molesto, pero se trata de un programa piloto que desarrolla las nuevas teorías de la psicología social. El Estado desea tener buenos ciudadanos en unos momentos convulsos, y nosotros somos los responsables del trabajo de campo. Desearía que nos viera como el médico que da una serie de recomendaciones no para curar una enfermedad, sino para prevenirla antes de que ésta aparezca.

-Tampoco fumo, y en mi vida he probado las drogas -le interrumpió Rigoberto con sorna.

-Al que usted podrá hacer caso o no -continuó impasible-, pero si no lo hace y tiempo después le diagnostican un cáncer o sufre un infarto por culpa del sobrepeso o la hipertensión, la responsabilidad sería del todo suya.

-No acabo de entender la analogía, pero tal como ha dicho usted terminemos de una vez. ¿Cuáles son sus recomendaciones? -recalcó mordaz.

-Tan sólo una. Usted no es asocial, pero sí individualista y como tal propenso a evitar el trato con la gente.

-¿Tiene eso algo de malo? No la necesito, me apaño perfectamente yo solo.

-No, por supuesto que no, pero no es lo ideal... no sólo para usted, sino también para los demás. Sería preferible que usted interaccionara más, que estuviera menos tiempo encerrado en su casa leyendo libros...

-Eso me decían ya cuando tenía doce años, que dejara de leer tanto y jugara al fútbol, y como puede comprobar no hice el menor caso. Además, ¿qué tiene de malo que lea libros cuando la mayoría de la gente está estupidizada por el fútbol, la telebasura o las redes sociales? Empiezo a sospechar que en realidad detrás de ustedes no está el Gran Hermano de Orwell, sino el Fahrenheit 451 de Bradbury.

-Nadie le va a prohibir a usted que siga leyendo. Pero sí estamos en la obligación de recordarle que todo exceso es potencialmente negativo, sea de lo que sea. ¿No es consciente de todo lo que se está perdiendo por no relacionarse más con la gente?

La única respuesta de Rigoberto fue un gesto despectivo rozando la grosería.

-Ésta es su opinión, y la respeto -continuó Visitante 1-. Pero según nuestra inteligencia artificial, no es lo más recomendable para su propio bien.

-¿Qué sugiere entonces?

-Se lo acabo de decir, más integración social; el progreso de la humanidad es fruto de un esfuerzo colectivo a través de la historia, y quienes como usted deciden mantenerse al margen están faltando a su responsabilidad.

-¡Vaya, qué casualidad! Lo mismo decían los nazis y los fascistas, que el individuo no era nada por sí solo siendo su obligación limitarse a ser un engranaje de la sociedad... vamos, como las hormigas, donde la única que manda es la reina. Cámbienla por Hitler, Mussolini, Stalin o Mao, tanto me da la ideología, y tendremos el símil perfecto.

-Señor Patacón, sus ironías son ingeniosas, pero están fuera de lugar -le reprochó Visitante 1-. Ni somos hormigas, ni estamos sometidos a una dictadura.

-Lo primero es evidente, sobre lo segundo habría mucho que discutir. Pero no quiero alargar esta discusión demasiado, y confío en que ustedes tampoco. En resumen, y para darla definitivamente por zanjada, ustedes me proponen que renuncie a mis aficiones solitarias y me integre en la masa viendo partidos de fútbol, a ser posible en compañía, yendo a tomar unas copas o a comer con gente a los que sólo conozco de vista, apuntándome a un gimnasio, siguiendo como un loco las estupideces de las redes sociales... ¿también entra en el lote convertirme en espectador asiduo de telebasura o tragarme las tertulias políticas tomando partido acérrimo por unas siglas al tiempo que abomino de las contrarias? En definitiva, pretenden que vuelva al rebaño y me deje llevar por el pastor, aunque éste nos conduzca directos al precipicio. ¿Me equivoco?

-Usted utiliza unos símiles muy bruscos, pero lo cierto es que estas desviaciones de la normalidad social no son deseables para nadie.

-Será para el resto del rebaño y para el pastor, porque en lo que a mí respecta me encuentro muy a gusto así y no tengo la menor intención de cambiarlas. Si los demáss quieren pan y circo allá ellos, no es mi problema. Yo prefiero otros alimentos más sustanciosos y otras aficiones más satisfactorias.

-Está bien, nosotros hemos cumplido nuestra misión -zanjó Visitante 1 levantándose de su asiento, siendo imitado por su compañero-. Ya está advertido, señor Patacón, todo lo que suceda a partir de ahora será exclusivamente responsabilidad suya.

-¿Es una amenaza?

-No, se trata tan sólo un consejo, al igual que cuando el médico recomienda a un paciente que deje de fumar por el bien de su propia salud.

-Pues se lo agradezco, y me doy por enterado. Por lo demás, supongo que desearán marcharse.

Lo cual hicieron los visitantes de negro esbozando un estereotipado saludo de despedida. Rigoberto les acompañó hasta la puerta y, en cuanto ellos salieron la cerró de un portazo.

Por supuesto que no les iba a hacer el menor caso; llevaba toda su vida yendo a contracorriente sin aceptar los convencionalismos que no le agradaban por muy extendidos que estuvieran, y a sus años estaba más que acostumbrado a que le tildaran de ser un bicho raro. Eso sin contar con lo que de dictatorial tenía pretender imponerle determinados hábitos, por mucho que no fuera mediante métodos brutales sino solapados; él no necesitaba pastor, ni tampoco sentirse abrigado por el rebaño.

Pero la velada amenaza, porque amenaza era pese al desmentido, no dejaba de preocuparle. Un poder capaz de controlar y monitorizar todos sus pasos, que conocía hasta el más mínimo detalle de su vida, que era la suma de diversas distopías anunciadas por autores tan clarividentes como Franz Kafka, Thea von Harbou, Aldous Huxley. George Orwell, Ray Bradbury Frederik Pohl, Cyril Kornbluth, Philip K. Dick y tantos otros, no podía ser tomada en vano. Pero, ¿qué podía hacer él por evitarlo?

Al menos, lo intentaría.


Publicado el 22-4-2024