Delito ecológico
La excentricidad es considerada habitualmente como un defecto, excepto cuando quien la practica es alguien lo suficientemente rico como para convertirla en un arte. Por suerte o por desgracia yo nunca he caído ni en un extremo ni en el otro, pero los azares del destino me convirtieron en amigo de uno de los excéntricos más notables del país, el famoso Ángel Bobadilla, oficialmente un empresario de éxito pero en la práctica -sus negocios eran maquinarias bien engrasadas, al mando de unos gestores eficaces, que funcionaban solas- un bon vivant dispuesto a exprimirle a la vida hasta la última gota del jugo del placer.
No se me entienda mal; Ángel, sin ser un santo, distaba mucho de ser un crápula. De hecho, para muchos pasaría por lo que tampoco era, un puritano. Él solía afirmar que tan sólo tenemos una vida y que por ello resultaba absurdo maltratarla con placeres artificiales y, a la postre, efímeros que a la larga siempre han de acabar pasándonos factura. Por esta razón el hedonismo de mi amigo seguía otros caminos mucho más tranquilos y por supuesto infinitamente menos perjudiciales: viajes por todo el mundo, alojamientos en hoteles de lujo, un refinado gusto por la buena mesa y la buena -y tasada- bebida, visitas asiduas a museos, teatros y auditorios de todo el mundo... en resumen una vida regalada, pero en modo alguno frenética sino más bien relajada y sencilla. De haber nacido siglos atrás, Ángel habría sido sin duda alguna un notable epicúreo.
No obstante, una de las principales aficiones de Ángel era el coleccionismo... no de algo en concreto, sino el coleccionismo en sí mismo. Lejos de la obsesión monomaníaca que suele afectar a muchos coleccionistas, él se limitaba a recolectar aquellos objetos que le gustaban, por muy dispares que éstos pudieran ser, sin más criterio que sus impulsos estéticos -he de reconocer que refinados- y, por supuesto, siempre con un exquisito gusto. Su museo, como gustaba llamar a su heteróclita colección, era completamente dispar y no se ceñía a ninguna norma, formando parte de él desde un cuadro clásico -los tenía muy buenos- hasta una tablilla de arcilla babilónica o una mariposa tropical primorosamente conservada para evitar el deterioro de sus frágiles alas. En principio cualquier objeto tenía posibilidades de pasar a formar parte de ella, sin más limitaciones que la de haber llamado su atención y, aunque no necesariamente, la de ser artísticamente valioso, sin que le obsesionara la posesión de algo en función tan sólo de su carácter único o de su precio especialmente elevado. Como solía decir, no tenía el menos interés en comprar humo.
En mi condición de amigo y, en ocasiones, casi de confidente suyo, yo tenía acceso libre a su vivienda, una cómoda residencia campestre rodeada por un frondoso jardín, por lo que cuando mis obligaciones laborales y personales me lo permitían y coincidía con uno de sus frecuentes descansos entre dos viajes, solía hacerle una visita con el convencimiento de que sería bien recibido.
Había olvidado decir, por cierto, que Ángel permanecía soltero -nunca hablaba de su vida privada, ni yo por supuesto se lo preguntaba-, un estado civil que yo compartía, por lo que ambos nos reuníamos en su mansión sin más compañía que la de la discreta servidumbre.
Aquel día estábamos arrellanados en los cómodos sillones de la que él denominaba jocosamente la sala de no fumar -huelga decir que ninguno de los dos teníamos ese vicio, ni habría consentido que nadie lo hiciera-, charlando de nuestras cosas al tiempo que saboreábamos una copa del exquisito brandy andaluz que nunca faltaba en su bien surtida bodega. Ángel acababa de volver de un viaje por Italia, un país que según decía él jamás lograría abarcar pese a sus frecuentes visitas, y me estaba describiendo con entusiasmo las bellezas ocultas de la Italia interior que, pese a su gran valía, todavía se encontraban felizmente a salvo del molesto y dañino turismo de masas que había acabado echando a perder incluso a la mismísima Venecia.
De allí la conversación fue divagando por diferentes temas hasta recaer, como casi siempre, en su gran pasión, el coleccionismo. Huelga decir que había traído del viaje un puñado de cosas interesantes, pero no eran éstas las que más le entusiasmaban sino un objeto peculiar -y digo objeto porque se negó ladinamente a relatarme su naturaleza hasta mostrármelo- que recientemente había comprado a un alto precio en una chamarilería de una capital de provincia española, uno de los pocos establecimientos tradicionales que todavía habían logrado sobrevivir al embate de las nuevas y no precisamente agradables prácticas comerciales.
Una vez picada mi curiosidad, y manteniendo en todo momento el secreto sobre el misterioso objeto, mi amigo comenzó a excitar mi interés dándome diferentes pistas acerca de lo inusual de su condición y lo difícil que le había resultado conseguirlo, convencido como estaba de que se trataba de una pieza única al menos en nuestro país. Eso sí, me exigió una discreción absoluta dado que, pese a que su origen no era en modo alguno ilícito, su uso e incluso su posesión estaban tajantemente prohibidos y, aunque él no tenía otra intención que la de conservarlo cuidadosamente, de correrse la voz de su existencia podría ocurrir que le obligaran a deshacerse de él, algo que en modo alguno estaba dispuesto a hacer.
Tras hacerme cumplir escrupulosamente con el largo proceso de promesas y declaraciones varias que me exigió, finalmente accedió a mostrármelo. Yo dudaba entre sentirme divertido o irritado por tan insólito comportamiento, y dudaba de que el misterioso objeto pudiera ser en realidad tan excepcional como él pretendía hacerme creer, pero conocedor de su vena extravagante en lo referente al tema -y sólo a éste- del coleccionismo, opté por condescender. Al fin y al cabo todos los coleccionistas, incluso yo a mi modesto nivel, pecábamos en mayor o menor medida de ello, y no dejaba de ser una concesión inofensiva.
Una vez satisfecho, no por ello renunció al resto del ritual. Se levantó del sillón indicándome que le imitara y, con aire solemne, me condujo al ala de su vivienda en la que tenía instalado su heteróclito museo. Cruzamos varias de las abigarradas habitaciones, para mí familiares, y nos dirigimos a la sala blindada en la que guardaba sus más preciadas pertenencias. Abrió la puerta, que en poco tenía que envidiar a las de las cámaras acorazadas de los bancos, y haciéndome un gesto para que esperara -ni siquiera a mí me permitía entrar en su sancta sanctórum-, cruzó el umbral sumergiéndose en su particular cueva de las maravillas.
Instantes después salía portando en sus manos una caja de madera primorosamente taraceada de unos cincuenta centímetros de lado por alrededor de diez de altura, la cual depositó con cuidado en una mesa para cerrar la puerta blindada. Acto seguido se volvió hacia mí y, percatándose de que tenía la vista fija en la caja, me explicó:
-Preciosa, ¿verdad? Tiene más de doscientos años, y está confeccionada en su totalidad con maderas nobles: caoba, ébano, teca... Es una auténtica joya, pero no era esto lo que quería enseñarte, sino lo que guarda en su interior.
Tras lo cual retomamos el ritual haciendo el camino inverso hasta la sala de no fumar, con Ángel remedando -o al menos eso me parecía a mí- a las solemnes figuras oferentes de los relieves mesopotámicos o egipcios. Pero en vez de dirigirse a los sillones y a la mesita baja situada frente a ellos, se encaminó hacia el extremo opuesto de la habitación, ocupado por una imponente mesa de despacho en la que depositó la caja con afectado ademán.
Una vez se hubo asegurado de que yo estaba a su lado, y sin mostrar la menor intención de sentarse -yo le imité, permaneciendo también de pie-, la abrió teatralmente. Lo primero que aprecié fue que el interior de ésta estaba primorosamente forrado con una fina tela de raso, antes de fijarme en el objeto que ocupaba su interior: una prosaica y nada espectacular bolsa de plástico.
Más que verla, ya que me daba la espalda, Ángel debió de adivinar mi expresión de sorpresa, rayana con la perplejidad, puesto que sin volverse siquiera me advirtió que, pese a su vulgar apariencia, se trataba de un objeto sumamente valioso. Y como fui incapaz de responder, añadió:
-Sí, ya lo sé, es una bolsa de plástico, concretamente de polietileno, pero no es una bolsa cualquiera sino una muy especial. Fíjate en el logotipo.
Así lo hice. Aun plegada con cuidado, se apreciaba que era una de esas bolsas estampadas con un logotipo comercial que años atrás, antes de la prohibición, se utilizaban en todas las tiendas para entregar al cliente las compras que habían hecho, proscritas ahora por su capacidad de contaminar el medio ambiente. En su momento habían sido muy comunes, sobre todo las de los grandes centros comerciales, pero ésta, impresa en unos austeros tonos blanco, negro y rosa, correspondía a una marc que, aun resultándome familiar, no acababa de identificar.
-Mírala bien. Era de unos grandes almacenes desaparecidos hará unos cuarenta años... bueno, en realidad todavía perduraron algunos años más, pero fueron la agonía previa a su muerte definitiva, absorbidos por quien durante décadas fuera su gran competidor. Además esta bolsa es de las antiguas, ahí donde la ves tiene más de medio siglo; y como puedes comprobar, está intacta. Jamás llegó a ser usada.
-Pero... -objeté yo- no deja de ser una bolsa de plástico.
-Sí -concedió con un cierto tono de desagrado en la voz, al tiempo que impedía mi amago de tocarla con la yema de los dedos-. Pero insisto en que no es una bolsa cualquiera. Para empezar se trató de una edición limitada que fue retirada poco después por razones que desconozco y sustituida por otra con un diseño ligeramente modificado, por lo que llegó a haber muy pocas de éstas; todavía menos si sólo consideramos las nuevas. Además está confeccionada con un plástico tan resistente que, pese al tiempo transcurrido, ni siquiera tiene el más mínimo desgaste. Está como el primer día -concluyó orgulloso.
-Si está sin usar tampoco es de extrañar -osé aventurar.
-En parte tienes razón -respondió condescendiente-; pero también influye, y no poco, el hecho de que estuviera confeccionada con un material muy resistente e impresa con unas tintas indelebles de gran calidad. Bien conservada, como la tengo yo, podría décadas, incluso siglos.
-Ya no las hacen así -me burlé.
-Desde luego que no -al parecer no había captado mi tono irónico-; de hecho ya no las hacen de ningún tipo de material plástico. Pero incluso cuando éstas fueron reemplazadas por otras, la calidad distó mucho de ser la misma; recordarás como se desgarraban o se rompían con mucha facilidad, y que desteñían manchando de tinta las manos o cualquier otra cosa que estuviera en contacto con ellas. Eso sin hablar de esas birrias presuntamente degradables que daban en los años previos a la prohibición, las que se rompían antes incluso de llegar a casa. Te aseguro que se trata de un ejemplar si no único sí extremadamente raro, por lo que no es de extrañar que valga una fortuna máxime teniendo en cuenta la prohibición actual de las bolsas de plástico.
-Pero la prohibición se refiere a su fabricación y a su uso, no a las bolsas antiguas que puedan quedar por ahí... -objeté.
-Eso es lo que crees tú -refutó-. Según la última normativa, podrá ser multado cualquiera al que se le vea llevando encima cualquier tipo de bolsa de plástico, y por supuesto ésta le será requisada. Sin excepción.
-No creo que tú la vayas a sacar a la calle -gruñí; la obsesión de mi amigo comenzaba a incomodarme-. Nadie va a venir a tu casa a pedirte que le abras la sala blindada para quitarte una simple bolsa.
-Estás equivocado. Si existen indicios fundados de que alguien pudiera estar en posesión de una bolsa de plástico, aunque la tuviera guardada, cualquier inspector de Prevención Ecológica podría proveerse de un mandato judicial autorizándole a registrar tu casa y llevársela, sin indemnización de ningún tipo y sin perjuicio de la multa que te caería por ello. Incluso se contemplan penas de cárcel para quienes posean clandestinamente un determinado número de ellas. Y como comprenderás -añadió, acariciando amorosamente con los ojos a su trofeo-, aunque la multa me dé igual, tengo dinero de sobra para pagarla, me destrozaría verme despojado de mi querida bolsa.
Dicho lo cual cerró de golpe la caja, como si temiera que alguien pudiera estar espiándonos, y mientras la perplejidad me mantenía inmóvil, él aprovechó para poner a buen recaudo su tesoro. Antes de que quisiera darme cuenta ya estaba de vuelta con las manos vacías.
-¿Qué te ha parecido? -me preguntó fingiendo una indiferencia que en modo alguno sentía-. Puedes estar seguro de que eres uno de los pocos privilegiados que han tenido o tendrán la ocasión de contemplarla.
-Yo... yo estoy muy sorprendido -y no mentía, aunque por otros motivos imaginándome el dineral que podía haberle costado la broma-. No cabe duda de que eres propietario de algo único.
-Así es -respondió satisfecho-. Sobre todo teniendo en cuenta esa absurda cruzada contra los plásticos; admito que no estaba bien que se abusara de ellos, pero ni tanto ni tan calvo... ¿sabes que cada vez me cuesta más trabajo conseguir bolsas para la basura? Y menos mal que por ahora me las traen clandestinamente de China, porque si no dime tú como me las iba a apañar. Mucho hablar de reciclar, pero a la hora de la verdad cada vez te lo ponen más difícil. Díselo a mis criados, a los que cada vez les cuesta más trabajo deshacerse de la basura sin riesgo de que cualquier inspector sin nada mejor que hacer acabe descubriendo el delito. Y luego dicen...
Tras lo cual, una vez desahogado su mal humor, volvimos a retomar nuestra interrumpida conversación.
Publicado el 16-10-2019