Las espadas mágicas
Hotep II, Gran Señor del Imperio Medio, dudaba. Las tribus nómadas de las estepas que desde hacía generaciones rondaban más allá del limes, las cuales nunca habían resultado problemáticas para las aguerridas guarniciones fronterizas, habían sido desplazadas por las mucho más peligrosas hordas katumes, llegadas inopinadamente de las ignotas tierras situadas más allá de los mortíferos desiertos orientales.
Los katumes, al mando de su kan Togasi, se habían convertido en poco tiempo en un peligroso enemigo que codiciaba las innúmeras riquezas del próspero Imperio Medio, compensando su salvajismo ancestral con un ardor guerrero que tenía seriamente preocupados a los estrategas imperiales.
Ante Hotep se planteaban dos posibles alternativas. La primera consistía en plantar batalla al enemigo en su propio territorio antes de que éste se hiciera más fuerte, pero sus generales le habían advertido que la campaña sería dura y de resultados dudosos dado que el Imperio tendría que volcar todo su potencial militar en un territorio agreste y poco conocido, así como alejado de las grandes poblaciones del reino, en el que resultaría difícil mantener el avituallamiento de los soldados y el suministro continuo de los pertrechos bélicos.
La segunda alternativa pasaba por intentar negociar con Togasi para que, a costa de una importante merma en el tesoro real, y quizá también a cambio de la blanca mano de alguna de las muchas princesas imperiales, éste consintiera en firmar un tratado de paz olvidando sus apetencias sobre el Imperio, al menos durante algún tiempo. Posteriormente, los hábiles diplomáticos al servicio de Hotep se encargarían de convencer a éste para que dirigiera sus ojos, y a ser posible también sus soldados, hacia el vecino reino de Arab, enemigo ancestral del Imperio Medio con el cual mantenía éste un frágil y tenso armisticio. Si se conseguía, argumentaban sus consejeros, se habría matado dos pájaros de un tiro.
Pero tampoco era seguro que los katumes accedieran, siendo lo más probable que interpretaran los intentos de negociación del para ellos decadente reino como un signo de debilidad que se apresurarían a aprovechar invadiendo los estados de Hotep.
Incapaz de adoptar una decisión, el monarca optó al fin por consultar al oráculo de Puna, el más afamado de todos los existentes en su reino. La respuesta de éste, tan críptica como de costumbre, fue la siguiente:
El fragor de la batalla endurecerá tu cuerpo.
Lo cual Hotep interpretó como un augurio favorable para la guerra. De esta manera, organizó con gran rapidez un gran ejército al cual, encabezándolo, condujo en busca del enemigo allende la frontera, convencido por el oráculo de que el triunfo sería suyo.
Cuentan las crónicas que hubo una gran y cruenta batalla, la mayor de toda la historia, y que las tropas imperiales sufrieron una humillante derrota a manos de los bárbaros katumes. El propio Hotep fue capturado y llevado ante el salvaje Togasi el cual, tras humillarlo públicamente de forma ignominiosa, decidió sacrificarlo a sus falsos ídolos como ofrenda para que éstos le resultaran propicios en la inminente conquista del inerme Imperio.
La muerte del desdichado Hotep no pudo ser más cruel, ya que fue arrojado todavía vivo al horno donde los katumes fundían el hierro con el que forjaban sus armas, convencidos de que mediante tan bárbara práctica lograrían que el espíritu del monarca vencido pasara mágicamente a sus espadas proporcionándoles una calidad excepcional capaz de romper las armas enemigas y de traspasar sus escudos.
Evidentemente los katumes carecían del menor conocimiento de química, y por lo tanto ignoraban que el carbono y el nitrógeno orgánicos de sus víctimas se alearían con el hierro fundido, dando como resultado un acero mucho más duro que el hierro de las espadas imperiales; paradójicamente, sus creencias idólatras les habían conducido sin saberlo a una realidad científica.
Además eran temibles guerreros, por lo cual no les costó demasiado esfuerzo conquistar y asolar al aterrorizado Imperio Medio, al que dejaron convertido durante siglos en un yermo páramo incapaz de alentar el menor esbozo de vida.
Retornados a sus tradicionales estepas, los bardos de los katumes cantaron innúmeras sagas, transmitidas de padres a hijos durante generaciones, en las que se afirmaba que el triunfo sobre los otrora orgullosos imperiales había sido posible gracias a que las espadas de sus guerreros habían absorbido, durante su forja, el espíritu del gran Hotep.
Publicado el 13-4-2015