Gog y Magog



Ocurrió hace dos años, con motivo de la celebración en Casablanca del Primer Congreso Mundial de las Ciencias Ocultas. En mi calidad de redactor especializado en temas esotéricos me encontré en Marruecos como enviado especial de mi periódico, un rotativo de carácter nacional; en aquel momento yo, un entusiasta de todo cuanto no encajara en los moldes de la ciencia clásica, abrigaba fundadas esperanzas de ampliar mis conocimientos en torno a tan espinosa faceta del conocimiento humano.

Pero la realidad resultó ser muy diferente a todo cuanto yo había imaginado. En primer lugar los investigadores serios brillaban completamente por su ausencia, y por el contrario pululaban por allí todo tipo de embaucadores, farsantes y elementos similares de la misma calaña. Aquello no era un congreso, sino una mascarada. Muy de buena gana me hubiera marchado de allí, pero tenía una obligación que cumplir con mi periódico, por lo que muy a mi pesar me vi obligado a aguantar hasta el final.

Lenta, tediosamente, se fueron desgranando los días. Era el quinto a contar partiendo de la inauguración y el orador de turno iba a disertar sobre La influencia de los satélites jovianos en el carácter de los nativos de Aries; ante tan estimulante panorama opté por instalarme lo más cómodamente posible en una de las sillas del vestíbulo de la sala de conferencias, esperando conseguir más adelante alguna reseña de tan interesante ponencia.

Llevaba ya un buen rato meditando sobre las cotas que podía llegar a alcanzar la estupidez humana, cuando observé que un hombrecillo de aspecto insignificante se dirigía hacia donde yo me encontraba, dando muestras evidentes de querer hablar conmigo.

-Buenos días -fue su saludo-. ¿No le interesa la conferencia? -se trataba, evidentemente, de una manera bastante vulgar de iniciar una conversación.

-¡Bah! -respondí ceñudo-. No son más que una sarta de charlatanes.

En aquel instante una ola de frío me recorrió el cuerpo. Si este hombre, al que yo no conocía en absoluto, era un asistente al congreso, cosa ésta más que probable, el patinazo había resultado descomunal.

-Bueno, lo que quiero decir es que carece de todo rigor científico -añadí en un torpe intento de enmendar el a mi juicio inevitable desliz.

Pero con gran sorpresa por mi parte el hombrecillo no sólo no se inmutó ante tan acerba crítica, sino que exageró aun más su ya de por sí artificial sonrisa.

-Así es, tiene usted toda la razón -afirmó con acento jovial, aunque no exento de patética amargura.

Le miré de hito en hito, perplejo por su inesperada respuesta. Intrigado, decidí echarle una mano.

-Al parecer, usted opina igual que yo. ¿Por qué no se sienta conmigo y hablamos de ello? -le dije, exhibiendo mi mejor sonrisa al tiempo que le señalaba un sillón contiguo al que yo ocupaba.

-Como usted desee -dijo, fingiendo una indiferencia que estaba muy lejos de sentir. Su interés en dialogar conmigo resultaba patente por mucho que intentara disimularlo.

-¿Asiste al congreso, o es periodista? -interrogué-. No le he visto en ninguna rueda de prensa.

-Ni lo uno ni lo otro -aquí volvió a exagerar su sonrisa-. Vengo por iniciativa propia como... digamos observador. He leído sus artículos, y francamente deseaba hablar con usted. A propósito -añadió sin pausa-: ¿cuál es su opinión acerca de las ciencias ocultas?

-Bueno -respondí tras digerir la inesperada pregunta-, durante mucho tiempo he investigado sobre este tema, pero me desagrada confesar que hasta ahora no he descubierto nada en absoluto que comportara la más mínima seriedad; lo de hoy, sin ir más lejos, es un claro ejemplo de ello. Empiezo a desesperar de poder hallar un fondo de verdad por pequeño que éste sea.

-Y sin embargo existe -me interrumpió.

-No le entiendo -respondí.

-Está claro. Yo le aseguro que al margen de estas lamentables mascaradas, las ciencias ocultas son, o mejor dicho fueron, unas disciplinas rigurosas y exactas.

-¿En qué se basa usted para afirmarlo?

-Bien, una civilización no tiene por qué recurrir necesariamente a una serie de medios técnicos para subsistir; podría desenvolverse perfectamente de otra manera distinta.

-¿Está insinuando acaso que la magia puede sustituir a la técnica? No lo creo posible.

-Sí que lo es, y aquí es donde reside el gran error de la civilización al creer que sólo con la tecnología se puede conseguir aquello que se desea. Lo cierto es que la magia no sólo sustituye, sino que incluso supera con creces a sus arcaicos y artificiales inventos de los que tan orgullosos están. Piense en una rama cualquiera de la técnica, en la electrónica por ejemplo: En un corto espacio de tiempo se han simplificado de forma radical los componentes electrónicos, y basta con comparar un mastodóntico receptor de radio de mediados del siglo XX con un circuito integrado actual; eso por no hablar, claro está, de la informática. Sin embargo, los principios físicos en los que se basan ambas piezas permanecen inalterables. Extrapolemos ahora la cuestión: ¿No se llegará a un límite en el que se obtendría el mismo o mayor rendimiento aprovechando a fondo las fuentes naturales sin necesidad de artificio técnico alguno? Eso sería, y de hecho lo es, la magia, la auténtica magia, que nada tiene que ver con la imagen clásica que se tiene de ella.

-Pero eso implicaría un conocimiento total de las leyes de la naturaleza, mucho mayor sin duda del conseguido por nosotros -objeté-. Sin embargo, la magia va indefectiblemente unida a períodos históricos de escaso o nulo nivel cultural, lo que ciertamente parece un contrasentido.

-Tiene usted razón, pero tenga en cuenta que sus conocimientos históricos son muy incompletos e incluso, equivocados. No sabe, por ejemplo, que hubo un tiempo, hace de esto miles de años, en que existió una civilización mucho más evolucionada que la actual, de la cual somos sus descendientes pero no sus herederos.

-Luego, ¿no somos los primeros? -le interrumpí.

-¡Oh!, desde luego que no. Seguramente ni siquiera lo fueron ellos, ni sus hipotéticos antecesores. ¿Quién lo sabe? Lo cierto es que esta civilización se desarrolló y evolucionó de una forma mucho más integral y armónica que la actual, y además lo hicieron prescindiendo de todo tipo de técnica, que no necesitaron en absoluto; simplemente conocían a fondo su entorno y sabían utilizarlo para su provecho con unos medios que nos resultarían insólitos por su simplicidad.

-Perdone que le interrumpa. ¿Está hablando de la Atlántida?

-Bien, puede decirlo así si quiere, aunque en realidad no se trata sino de una mera aproximación. La Atlántida, efectivamente, formaba parte de dicha cultura, pero no era más que una... digamos provincia. La extinción física de esta isla, provocada por el final de la última glaciación hará de esto unos doce mil años, no provocó la desaparición de la civilización de la que formaba parte, aunque es cierto que aceleró su declive marcado ya con anterioridad por los inexorables designios de la evolución. No fue una decadencia súbita sino lenta y paulatina, pero inevitable.

»Al cabo de varios miles de años la situación había cambiado radicalmente. El hombre había caído en la barbarie, pero los descendientes de los científicos -o magos- de la era dorada habían conseguido preservar los conocimientos de antaño, transmitidos de padres a hijos en una casta cerrada como única manera de mantenerlos a salvo de la vorágine de incultura que había sacudido al mundo. Nada pudieron hacer por evitar la caída, pero sí podrían acortar en lo posible el período de oscuridad.

»Así lo hicieron, siendo tomados por seres sobrenaturales por sus incultos e ignorantes coetáneos. Poco a poco, pero de forma eficaz, fueron logrando su propósito a costa de un doloroso tributo: Conforme pasaba el tiempo su sabiduría se diluía siendo inexorablemente reemplazada por ritos espurios adoptados para contentar al populacho. Su imagen mítica se acrecentaba a costa de sus conocimientos, perdiéndose poco a poco su antaño perfecta preparación.

»Llegó un momento en el que de los magos tan sólo quedaba la imagen, pero no su perdido saber. Eran seres arteros que medraban a costa de sus ingenuos contemporáneos, viviendo de una fama que no les pertenecía y de unos pretendidos conocimientos que hacía milenios se habían perdido. Éstos son los magos clásicos, que cayeron en desgracia en cuanto la razón comenzó a anidar de nuevo en la mente humana.

»Pero no todo estaba perdido. Un pequeño grupo de la casta de los magos previó a tiempo el peligro, adoptando una postura pasiva. No revelaron sus secretos manteniéndose ocultos, consiguiendo de esta manera preservar sus conocimientos a través de los siglos esperando el momento en que volvieran a ser necesarios de nuevo. A pesar de los avatares de la historia, lograron preservar su identidad hasta el presente; yo soy uno de ellos.

-¿Usted? ¿Entonces, aquí? -musité perplejo.

-Estudiamos los últimos estertores de esta aberración como simple medida de precaución; pero son completamente inofensivos. Farsantes, por supuesto, pero inocuos. Mi labor aquí ha terminado.

-Un momento -interrumpí sintiéndome repentinamente incómodo-. Si su sociedad es secreta tal como usted ha afirmado, ¿por qué razón se ha dado usted a conocer? ¿Desean acaso romper su enclaustramiento?

-¡Oh no, en absoluto! Aun sin ser más que una mínima parte del saber existente en la Edad de Oro, nuestros conocimientos les resultarían muy difíciles de digerir hoy en día. En las circunstancias actuales sería una catástrofe darlos a conocer, por lo que es necesario que sigan estando ocultos.

-Luego entonces...

-No tengo ningún interés en que usted publique esta entrevista, pero tampoco se lo pienso impedir. Si quiere haga la prueba; nadie le hará el menor caso. Nuestro secreto está bien guardado aun cuando no sea tal secreto. Por otro lado, ya se lo he dicho antes, deseaba conversar con usted de una manera... particular. Me interesaba conocer sus ideas, eso es todo.

-Me gustaría conocerlos más a fondo -apunté.

-Imposible; usted no está preparado. Lo lamento, pero es así y así hay que aceptarlo.

-¿Y conversar más a menudo con usted? -insistí.

-Tampoco es posible. Es usted una persona inteligente y razonable, pero nuestros caminos se separan aquí. Lamento tenerme que despedir de esta manera tan brusca, pero créame que es necesario.

Y sin la menor pausa aquel extraño personaje, cuyo nombre no había conseguido conocer, se levantó y desapareció rápidamente, como lamentando su momentánea debilidad hacia conmigo. Sólo me resta decir que hoy, dos años después de ocurrido el suceso, sigo sin publicar la conversación que sostuve con mi enigmático amigo.


Publicado el 28-11-2017