Más vale tarde...



Juan García había sido toda su vida muy presuntuoso. Siempre le había gustado destacar en cualquier cosa, fuera ésta importante o nimia, y ya desde muy pequeño había procurado por todos los medios a su alcance llamar la atención de la manera que fuese, sin parar en mientes acerca de si, como afirma el refrán castellano, daba en el callo o en la herradura... Porque el bueno de Juan, tosco hasta la exageración, no era precisamente un Petronio en lo que a la finura de su comportamiento social se refería.

¡Qué se le iba a hacer! El pobre no era consciente -o si lo era procuraba ocultarlo celosamente- de que, antes que un gracioso, era tan sólo un pobre patán que espantaba indefectiblemente a todo aquél a quien pretendía atraer. Y, claro está, se quedaba con treinta y una de mano en todo lo referente a sus desesperados intentos de ser el centro de atención de su entorno.

Como además de su falta de ingenio y de modales Juan nunca llegó a descollar ni en el trabajo ni con los amigos, no es de extrañar que el pobre acabara completamente frustrado. En compensación a estas carencias era, eso sí, bastante lanzado, por lo que un buen día se lió la manta a la cabeza, rompió con todo lo que había sido hasta entonces su vida, y se enroló en un barco mercante del cual ignoraba nombre y destino.

Durante varios años vagó por medio mundo razonablemente satisfecho de su nueva vida; y es que, en medio de un ambiente tan tosco como en el que ahora se movía, no es decir que llamara la atención, eso no, pero cuanto menos no desentonaba demasiado... Y ya era algo.

No obstante, seguía sin estar satisfecho. Así que, tras una noche de borrachera, decidió no volver al barco marcando así una nueva etapa en su vida. Quiso el azar que se encontrara en Port Moresby, la capital de Nueva Guinea, al igual que podría haberle ocurrido en Valparaíso, Ciudad del Cabo o Shangai... Que estas son las ventajas de todo aquél que obra sin pensar frente a los que, por el contrario, meditan antes de adoptar cualquier decisión.

Port Moresby no era el mejor lugar del mundo, pero tampoco necesariamente el peor... Y contaba además con una nutrida población indígena, muy poco moldeada todavía por la cultura occidental, ante la que Juan podría lucirse mucho más de lo que consiguiera frente a sus antiguos compañeros. Estaba satisfecho, sí, pero...

Su siguiente arrebato le llevó al interior de la isla en busca de indígenas sin civilizar ante los que pudiera destacar todavía más, ya que los aculturados papúes de la costa todavía se le antojaban demasiado sofisticados para su reducido intelecto. Partió, pues, hacia las remotas y casi inexploradas comarcas cubiertas de selvas vírgenes entrando finalmente en contacto con una tribu primitiva que le acogió dispensándole honores divinos.

Había triunfado al fin; lo malo, fue que estos aborígenes resultaron tener un concepto de la divinidad bastante peculiar que a Juan no acabó de convencerle del todo... porque sus fervorosos fieles, impacientes por poder disfrutar de los dones emanados de su benéfica protección, decidieron no esperar a que su nuevo dios falleciera de muerte natural, ayudándole en el gozoso tránsito para poder así rendir culto a sus sagradas reliquias de forma inmediata.

De esta manera, y durante muchos años, el cráneo del infortunado Juan, engarzado en el ápice de un tótem ritual primorosamente labrado, fue objeto de piadosa veneración por parte de sus adoradores, llegados incluso desde remotas tierras al reclamo de su bien merecida fama de santidad. Era para estar orgulloso de su triunfo, como todavía lo fue más que, tiempo después y merced a los buenos oficios de una prestigiosa expedición científica, el citado tótem, con la calavera divina incluida, pasara a ocupar un lugar de honor en las vitrinas del Museo Etnográfico de París, uno de los más prestigiosos de todo occidente... porque ya no eran salvajes melanesios los que rendían culto a Juan -a lo que quedaba de él-, sino refinados europeos los que se admiraban ante la gran valía artística del preciado objeto, convertido desde el mismo momento de su llegada en la joya del museo; ciertamente, nadie podría haber esperado más. La pena, es que tal reconocimiento universal le viniera al pobre un poquito -sólo un poquito- tarde.


Publicado en marzo de 2005 en Necronomicón
Actualizado el 28-12-2010