Pena de vida



El pasado se repetía. ¿Por cuántas veces? No lo sabía. Nunca lo sabría. Y le aterraba comprobar la terrible magnitud que encerraba este adverbio. Una vez más la conocida, la odiada secuencia, volvía a tomar cuerpo en su mente. Lo recordaba de nuevo, lo sentía con la nitidez propia de los hechos vividos, pero al mismo tiempo lo rememoraba con la nebulosidad irreal de las pesadillas. Porque eso era ahora su mente, un crisol en el que se fundían lo real y lo imaginado, lo fantástico y lo racional, entretejidos en una única y fantasmagórica trama que constituía la única realidad tangible de su actual existencia; porque para él los límites físicos impuestos por la solidez de su caja craneal eran, al mismo tiempo, las barreras infranqueables que acotaban su restringido universo.

Nada existía para él más allá de su cerebro. Él, la persona que más poder había reunido en sus manos en toda la historia de la humanidad, se veía ahora reducido a un miserable estado en el que, privado de todo contacto físico con el mundo que le rodeaba, tenía limitado su campo de acción al mundo de sus recuerdos y de sus pensamientos. Había sido éste el cruel castigo impuesto por sus implacables verdugos: el autor del mayor crimen cometido contra la humanidad sufría ahora el mayor castigo jamás ideado por la mente humana... Era la vieja e inflexible ley de Talión llevada hasta sus últimos extremos.

Porque él había sido el Gran Criminal, el que había desatado sobre la humanidad la ciega furia del Apocalipsis, el que había inmolado a la mitad de sus súbditos en un loco afán de poder, el que había sacrificado miles de millones de vidas en aras de un insensato sueño de sangre y fuego.

Recordaba una vez más. Habían sido años de lucha, años en los que no era sino un insignificante dictador cuyo poder se extendía tan sólo por el interior de las fronteras de un pequeño país encuadrado en lo que Occidente denominaba con desprecio el Tercer Mundo; pero el destino le tenía reservada una misión mucho más trascendental, una misión que le elevaría a la cúspide del poder mundial por primera vez en la historia. Dotado de unas aptitudes fuera de todo parangón, en un plazo de tiempo increíblemente corto había conseguido desmantelar todos los esquemas impuestos desde hacía siglos por la política internacional consiguiendo contra todo pronóstico aglutinar bajo su mando a todas aquellas extensas regiones desheredadas del planeta.

Era ya el dueño de media humanidad, pero aspiraba a serlo también de la otra media; y no aguardó demasiado para conseguirlo. Convertido en un digno sucesor de Atila y de Gengis Jan, ante los ojos de una atónita Europa y una anquilosada América consiguió asimismo derribar todas las barreras políticas y culturales implantadas tras varios milenios de historia común. La todavía poderosa sociedad occidental, escindida como siempre en facciones dispuestas a no ponerse nunca de acuerdo, nada pudo hacer por contrarrestar aquella heteróclita y abigarrada marea humana que inopinadamente se le vino encima... Y no lograron gran cosa lanzando bombas atómicas mientras sus ciudades caían, una tras otra, en manos de un infatigable enemigo que basaba en el inconmensurable número de sus integrantes la razón de su invencible fuerza.

La lucha fue necesariamente corta. Los europeos y norteamericanos, rebasados por un oponente al que no sabían ni podían hacer frente y totalmente exhaustos y desmoralizados, se rindieron al Gran Conquistador, que veía así realizado su gran sueño de poder terrenal. Quedaba ahora una labor no menos ardua, la consolidación de su ingente obra; y fue entonces cuando él, el Gran Conquistador, el Gran Jerarca y otras varias docenas de títulos más, acabó convirtiéndose en el Gran Asesino.

Toda violencia era ya completamente inútil en un mundo agotado que tan sólo pedía paz, pero la herencia cultural de las hordas que comandaba, teñida de odios y resentimientos de antiguas opresiones, hizo que la imprescindible reconciliación no fuera posible. Fueron años de represión, años de sangre y fuego, años en los que la muerte extendió su negro manto por la totalidad del planeta. La humanidad entera, olvidando una vez más el débil barniz de civilización que ocultaba sus más atávicos instintos, se vio sacudida por una irresistible oleada de violencia que le hizo reencontrarse con su más oscuro y sanguinario pasado.

Jamás nadie había acumulado en sus manos tanto poder de destrucción, y nunca nadie anterior a él, ni aun el más siniestro tirano, se habría atrevido a utilizarlo. Nunca sabría la cantidad de vidas humanas que por voluntad suya habían sido aniquiladas. Centenares, quizá miles de millones. Hubo quien le preguntó a quiénes gobernaría cuando el último de sus súbditos hubiera sido inmolado; pero él no quiso, o no pudo, detener la orgía de sangre, con lo que la terrible matanza siguió su macabro curso.

Pero con el tiempo vendría el principio del fin. Los primeros intentos por sacudirse el yugo, implacablemente abortados. Los primeros mártires de la libertad. La primera oposición seria a su omnímodo poder. Las primeras disidencias entre sus propias filas. La primera rebelión, en suma. Revivía de nuevo la época de las luchas, de los enfrentamientos, de las masacres. La unidad política del planeta, apenas consolidada, amenazaba con estallar rota en mil pedazos. Y sería él, el principal artífice de la misma, el único culpable de que así sucediera. Porque el mundo entero le rechazaba, horrorizado por su sangriento pasado. Mas a pesar de todo él, el Gran Criminal, era fiel a sus ideales. El principal motor de su vida había sido la creación de su gran obra política, de la que ahora él constituía el principal obstáculo. Tenía que decidir entre él mismo y la continuidad de su imperio, y no lo dudó un solo instante.

Derrocado y detenido por sus antiguos colaboradores, su único afán fue mantener íntegra a toda costa la comunidad mundial que tanto se había esforzado en crear aun al precio de su propio sacrificio personal. Y éste fue inmenso: Procesado como el mayor genocida de todos los tiempos, se le condenó a una pena acorde con su delito, a un castigo infinitamente mayor que cualquier otro de los aplicados en toda la historia de la humanidad. Considerando sus jueces que ni aun la pena de muerte bastaría para castigarlo de una manera lo suficientemente ejemplar dada la magnitud de su culpa, decidieron por unanimidad que fuera condenado a vida.

Cual si de un nuevo y redivivo suplicio mitológico se tratara fue obligado a sufrir un castigo perpetuo, un castigo que duraría toda la eternidad sin que ni tan siquiera pudiera alentar un mínimo soplo de esperanza de que éste pudiera tener alguna vez fin. Porque él era ahora, gracias a los milagros de la ciencia, un ser inmortal, un ser que desprovisto de todos los posibles medios de comunicación con el exterior, incluyendo a sus propios sentidos, se veía abocado a vivir exclusivamente de su propio mundo interior... Un ser mantenido artificialmente con vida y condenado a ver cómo se desgranaban lentamente los siglos y los milenios sin poder abandonar la cárcel más segura que jamás hubiera podido soñar juez alguno: su propio cuerpo.

Él sabía que se encontraba sumergido en un tanque repleto de líquidos nutritivos que alimentaban por ósmosis su anquilosado y ya inútil cuerpo, y recordaba que había sido recluido en una cripta subterránea oculta en algún lugar del planeta. Había sido advertido de la naturaleza secreta del emplazamiento de su prisión, y era consciente de que nadie, ni aun sus propios carceleros, sería capaz de encontrarle nunca... Porque al igual que los faraones hacían sellar el secreto de su última morada con el sacrificio ritual de los constructores de la misma, sus verdugos se habían sometido a un proceso de amnesia parcial que había borrado de sus mentes todo recuerdo acerca de la ubicación de su cripta secreta. Absolutamente nadie en el mundo sería ya capaz de localizarlo como no fuera sino a consecuencia de una inverosímil casualidad, y aun en ese improbable caso resultaría prácticamente imposible que su hipotético descubridor se apiadara de él ayudándole a poner fin a su interminable castigo.

Ninguna esperanza le quedaba ya de poderse librar del cruel destino que, cual nuevo Prometeo, le mantenía encadenado a su perpetuo suplicio. La probabilidad de que la intrincada maquinaria que le mantenía con vida se detuviera algún día, bien por una avería en su mecanismo o bien por agotamiento de la fuente energética que la alimentaba, era tan remota que ni tan siquiera merecía la pena tenerla en consideración; ya se habían preocupado sus jueces de que esta circunstancia no se pudiera dar al menos en varios milenios. Nada le quedaba por hacer sino esperar... Dejar pasar los años y los siglos sin poder conocer jamás la evolución de la obra por la que había consagrado toda su vida, aquélla que había sido su gloria y su desgracia, rememorando una y otra vez los recuerdos que constituían la única fuente de conocimientos que no le había sido vedada.

Pero él seguiría esperando la llegada de un imposible milagro. Aguardaría con la esperanza puesta en un imposible futuro en el que pudiera morir en paz. Aguardaría hasta el final de los siglos. Hasta el fin de la eternidad.


Publicado el 26-10-2015