Predestinación
Fortunato P. era poseedor de una mente analítica y como buen escéptico visceral, tanto en la acepción religiosa del término como en la social e intelectual, no creía absolutamente en nada a excepción de aquello que, parafraseando al apóstol santo Tomás, pudiera ver, tocar y comprobar por sí mismo, por lo cual aplicaba a machamartillo los principios del método científico a todo cuanto fuera de su interés rindiendo culto exclusivo, a imitación de los jacobinos franceses, a la Diosa Razón.
Huelga decir que por esta misma razón era inevitablemente misántropo, no por aversión al género humano en sí sino porque, emulando a Diógenes el Cínico, por más que buscara a alguien con suficiente talla intelectual, jamás lograba encontrarlo. Por la misma razón se había convertido en solterón empedernido, tampoco por misoginia ni mucho menos por machismo sino por su incapacidad para encontrar una compañera a su altura. En consecuencia, se sentía como un náufrago perdido en el océano de mediocridad que anegaba a la sociedad hasta literalmente ahogarla.
En consecuencia su vida había transcurrido sin familia -éstos solían ser los peores en su condición de no elegidos- ni amigos, sin la menor concesión a ese cúmulo de sentimientos irracionales que pese a ello hacen a una persona sentirse humana, los cuales desdeñaba por considerarlos imperfectos y absurdos.
Pese a ello él también tenía su talón de Aquiles, única excepción que se escapaba a su rígido autocontrol la cual, pese a ser plenamente consciente de ella, jamás había confesado a nadie al considerarla una vergonzante debilidad. Se trataba de su árbol.
Porque Fortunato, que renegaba de parientes, amigos, vecinos, compañeros de trabajo y hasta de mascotas, tenía un árbol: su árbol. En realidad no era suyo sino de propiedad municipal ya que se erguía, constreñido en un alcorque, en la acera de una calle cercana a su domicilio, lo que no impedía que, pese a su evidente irracionalidad, mantuviera con él un estrecho vínculo que no desmerecía en absoluto de aquéllos de los que renegaba con tanta vehemencia.
Este amor desinteresado hacia un estólido representante del reino vegetal tenía su explicación. Cuando Fortunato nació, hacía ya muchos años, el ayuntamiento de su ciudad acostumbraba a homenajear a los recién nacidos colocando un azulejo, con el nombre y fecha de nacimiento de cada uno de ellos, junto al alcorque de un árbol recién plantado, una iniciativa simpática y cariñosa pero puramente simbólica y sin mayores consecuencias prácticas, algo que su disciplinada mente debería haber rechazado por inane cuando no absurda.
Pero no sólo no lo hizo, al fin y al cabo él también tenía su corazoncito, sino que además se encariñó con su árbol desde que fue consciente de su existencia aunque guardando para sí lo que consideraba un vergonzoso secreto. Y aunque la iniciativa duró muy poco, justo el tiempo entre dos elecciones municipales ya que cuando el partido gobernante fue desplazado por la oposición ésta no la mantuvo, ni cuando éste volvió al poder la restauró, desde que tuvo uso de razón y leyó orgulloso su nombre al pie suyo Fortunato siguió considerándolo su árbol.
Para sorpresa suya lo que comenzó siendo una inofensiva ilusión infantil no sólo no desapareció con el tiempo sino que, por el contrario, cada vez se fue afianzando más conforme ambos, niño y arbolillo, crecían a la par hasta que el primero se convirtió en adulto y el segundo en un hermoso ejemplar de olmo. Y, pese a la patente incongruencia, el cerebral y a decir de todos adusto Fortunato siguió sintiéndose hermanado con el cada vez más majestuoso árbol, del que se sentía orgulloso en secreto al contemplar como rebasaba sin contemplaciones al resto de sus compañeros de calle. Hacía mucho que el azulejo, borrada su inscripción por el paso del tiempo, había desaparecido a raíz de una remodelación de la acera, pero eso era algo que a él le daba exactamente igual; seguía siendo su árbol.
Pasaron los años y Fortunato, aunque todavía robusto, comenzó a envejecer mientras el árbol seguía creciendo sin parar semejando querer tocar el cielo con las ramas más altas de su frondosa copa, proporcionándole una de las escasas satisfacciones que le permitía su autoexigencia pese a encontrarse en las antípodas de su rígida manera de entender el universo.
Mas todo ha de tener un fin, y esta historia también. Como buen racionalista Fortunato no creía en el destino ni en que nada pudiera predeterminar la vida de una persona, al tiempo que también rechazaba la opuesta teoría del libre albedrío por considerar que todo en la vida era puro azar sin posibilidad alguna de fijar el rumbo, comparando el devenir de la existencia con un buque a la deriva a merced de una tempestad. En consecuencia no se preocupaba por el futuro más allá de las precauciones lógicas, ya que todo lo demás era según él imprevisible quedando por consiguiente fuera de cualquier intento de control.
Pero un día... el otoño había sido lluvioso y sobre todo ventoso, lo que había provocado problemas de seguridad vial. Fortunato volvía a casa por la calle de su árbol, tal como solía hacer todos los días para regocijarse disfrutando de su porte, cuando descubrió alarmando la presencia de unos operarios municipales que, protegidos por los agentes que habían acordonado la zona, se acercaban a él motosierra en mano con unas intenciones más que evidentes de talarlo.
Él, que solía ser la racionalidad pura, no lo pensó un instante. Arrojando la barra de pan que llevaba en la mano, echó a correr transfigurado en némesis furiosa a quien los policías apostados en la esquina no lograron detener, tal era su grado de excitación.
-¿Qué hacen? ¡Dejen a ese árbol en paz! -conminó a voz en grito a los atónitos jardineros.
Ya había tenido anteriores encontronazos con ellos a causa de las podas, pero esta vez era mucho más grave; el de la motosierra la había aplicado al tronco y la cadena comenzaba a herirlo con sus feroces dentelladas.
-Tenemos que cortarlo -le explicó el capataz al tiempo que los policías, enmendando su inicial fiasco, le retenían a duras penas por ambos brazos mientras él se debatía y pataleaba con fiereza intentando liberarse-. Está enfermo. Tiene el tronco podrido y corre el riesgo de desplomarse. No podemos asumir el peligro de que caiga sobre un coche o golpee a una persona.
-¡Ese árbol está perfectamente! -gritó con todas sus fuerzas-. ¡Lo sabré yo, que paso todos los días por aquí! ¡Asesinos!
No fue posible saber la respuesta que hubieran dado a su desaforada defensa, puesto que un siniestro crujido alertó del inminente peligro; aunque la sierra todavía no había penetrado demasiado en el tronco, el equilibrio inestable en el que éste se mantenía -posteriormente se comprobó que su interior estaba en efecto completamente podrido- se partió en un instante comenzando a inclinarse la inmensa mole sobre el lugar en el que se encontraba el grupo.
La desbandada fue general, tanto de los jardineros como de los policías que intentaron inútilmente arrastrar consigo al enajenado Fortunato, el cual no sólo no retrocedió sino que, desoyendo los gritos de alarma, se aproximó al sentenciado árbol en un incongruente intento de defenderlo de lo que él consideraba un alevoso e injustificado crimen.
Como era de esperar, no lo consiguió. El olmo, desplomándose al fin, le arrastró en su caída aplastándolo con su enorme peso ante la aterrorizada mirada de todos los allí presentes, falleciendo en el acto víctima de las graves lesiones producidas por el golpe no sin que antes, según algunos de los presentes, le diera tiempo para aferrarse con todas sus fuerzas al tronco.
El luctuoso suceso tuvo eco en los medios de comunicación y fue objeto de una agria disputa en el seno del pleno municipal, pese a argumentar el concejal responsable que, según los testimonios de los jardineros y los policías, el accidente se había producido por culpa de la imprudencia de la víctima y que todos ellos habían actuado conforme a los protocolos de seguridad establecidos. Como era evidente -testigos presenciales no faltaban- que había ocurrido así y Fortunato carecía de familiares que pudieran reclamar una posible indemnización, se dio carpetazo al asunto mientras los despechados concejales de la oposición se afanaban en buscar cualquier otro asunto con el que poder confrontar con el equipo de gobierno.
En lo que nadie reparó fue en la paradoja de que alguien de su acendrada racionalidad, que negaba cualquier posible atisbo de predestinación, tuviera su vida tan ligada a la de un árbol que acabaría muriendo a la par que él. Y todavía hubiera sorprendido más de trascender el hecho de que, a la par del tronco podrido del olmo, la autopsia desveló la existencia de un cáncer asintomático no diagnosticado que habría acabado matando en pocos meses a Fortunato de no haber fallecido éste de forma prematura a causa de tan desgraciado accidente.
Publicado el 27-11-2023