Sir Roger y el dragón
Sir Roger Southampton, barón de Limerick, tenía una gran pasión, la caza. Y también tenía un problema, su extrema miopía, pese a lo cual no renunciaba a practicar la primera pese a que la segunda le limitaba bastante. De hecho, se vio obligado a prescindir de los auxiliares desde que por error disparara a un montero que por fortuna sobrevivió, aunque los responsables de sus perreras -para su desgracia a estos animales no les era posible rehusar- no daban abasto a cubrir las bajas que provocaba en la jauría el desaforado afán venatorio del cegato sir Roger.
Así pues, partió de su castillo una mañana de primavera sin mayor compañía que el caballo alazán que montaba -por fortuna para el corcel éste se encontraba a salvo de la mala puntería de su amo, al menos mientras éste lo cabalgara- y media docena de perros más acobardados que de costumbre, puesto que la mayoría de ellos eran curtidos supervivientes de las peligrosas cacerías del barón.
El cielo estaba despejado y sin una nube cuando éste divisó una sombra que se cernía sobre su cabeza. Pensando por el tamaño que pudiera tratarse de una gran rapaz, sir Roger no lo dudó y, alzando el arma, le soltó un escopetazo que le dio de lleno, precipitándose la presa al suelo.
Instantes después un jubiloso sabueso -quizá más por haberse librado del disparo que por ser él quien la cobrara- le entregaba la pieza. Sir Roger la cogió y la miró con extrañeza, ya que no acaba de identificarla; y aunque tampoco veía bien de cerca, pudo apreciar más por el tacto que por la vista que ésta carecía de plumas y sus alas eran membranosas.
Pensando con disgusto que había cazado algún tipo de murciélago de gran tamaño, lo que impediría darle un uso culinario, lo colgó del arzón para mostrárselo a su montero mayor, que oportunamente afectado de calentura había quedado guardando cama en el castillo. Sin duda él sabría identificar al animal, ya que aunque sir Roger lo había tildado de murciélago, no dejaba de extrañarle tanto su tamaño, similar al de un buitre, como el hecho de que estuviera volando a plena luz del día.
Así pues, encogiéndose de hombros llamó a sus perros y se encaminó de vuelta a su residencia.
Nunca llegaría a alcanzarla. Sir Roger ignoraba que lo que había cazado era en realidad un cachorro de dragón que estaba ensayando sus primeros vuelos. Su madre, preocupada por su ausencia, partió en su búsqueda descubriendo que éste colgaba exánime de la silla de montar del barón.
Así pues, actuó como habría actuado cualquier otra madre en idénticas circunstancias, con independencia de su filiación zoológica. Describiendo un amplio picado descendió sobre el asesino de su hijo al tiempo que desplegaba todas sus armas agresivas, que no eran pocas dado que se trataba de un magnífico ejemplar de Draco rex, la más peligrosa de todas cuantas clases de dragones han sido catalogadas por la ciencia.
Los perros aullaron aterrorizados y el caballo se encabritó, pero nada de esto sirvió para salvar al desdichado noble ya que su escopeta, amén de descargada, de poco le hubiera servido para defenderse de la furiosa dragona.
Cuando le encontraron todo lo que quedaba de él, junto con los restos del caballo y de los perros que no hubo manera de separar, cupo en una caja de pequeño tamaño, ya que como es sabido los Draco rex, además de su terrorífica dentadura y de sus no menos peligrosas garras, cuentan con un aliento ígneo capaz de calcinar todo cuanto se ponga a su alcance.
Moraleja. Nunca juegues con dragones, ni siquiera cuando son tan sólo unas crías.
Publicado el 22-12-2019