El Templo del Fin del Mundo
Cuando, cernida sobre el ensangrentado horizonte del ocaso, surgió ante su vista la lejana silueta del Templo del Fin del Mundo, el peregrino exhaló un hondo suspiro al tiempo que se postraba de hinojos para entonar una plegaria de acción de gracias al Señor Todopoderoso que le había permitido llegar con bien hasta el remoto lugar en el que se alzaba su residencia terrenal allá donde el mundo terminaba y la vida no existía ya.
Porque todos sabían que al concluir la Creación Dios no había retornado a sus moradas celestiales sino que se había quedado en la misma tierra para vigilar el comportamiento de sus criaturas... Bueno, todos no, ya que estaban también los herejes celestitas que afirmaban que Dios no había permanecido en la tierra sino que había retornado al cielo; pero los celestitas nunca habían pasado de ser un pequeño puñado de locos a los que los continuos autos de fe acabarían erradicando por completo junto con sus pérfidas mentiras.
Sí, era evidente que Dios había permanecido en la tierra aunque, claro está, oculto en el lugar más remoto del orbe para poder así velar por los humanos sin que éstos advirtieran su presencia. Los celestitas argüían que jamás nadie había conseguido encontrar la Casa de Dios o, si lo había hecho, no había comunicado a persona alguna su sensacional hallazgo... Y eso a pesar de los innumerables intentos realizados por los fieles a lo largo de los siglos, por lo que, concluían desvergonzadamente, tal lugar nunca había podido existir más que en la mente calenturienta de los creyentes más crédulos.
Pero el hombre es frágil, rebatían los doctores de la Iglesia, por lo que era lógico suponer que la mayor parte de los peregrinos hubieran sido incapaces de concluir el duro periplo volviéndose atrás sin haber conseguido alcanzar su destino o, en su caso, pereciendo en el camino. Y si a pesar de los graves obstáculos alguno de ellos había conseguido llegar por fin a la ansiada meta, hipótesis ésta admitida por la Teología oficial, no era de extrañar que no hubiera retornado al mundo de los mortales puesto que, sin duda alguna, Dios le habría recompensado con el disfrute inmediato de su gloria dispensándole de aguardar junto con el común de los mortales la llegada del Juicio Final.
Puesto que existían profundas razones teológicas para afirmar que la Morada de Dios se encontraba situada en el mismo Final del Mundo, bastaba pues con buscar éste para encontrarla, labor en verdad ímproba puesto que nadie sabía a ciencia cierta cómo se podía llegar a él. Eran muchos los escritos sagrados que trataban sobre este tema, y eran también numerosos los testimonios de los viajeros que, sin haber alcanzado su destino, habían retornado después de atravesar extrañas y desconocidas tierras relatando curiosas leyendas recogidas en su camino que hablaban de la existencia inequívoca de la residencia divina.
Lamentablemente, la disparidad de las teorías propuestas al respecto era tal (disparidad referida obviamente a la ubicación del lugar, no a la certeza de su existencia que era considerada por la Iglesia un dogma de fe) que en la práctica resultaba imposible establecer una conclusión válida sobre la ruta a seguir a excepción de que el peregrino debería encaminar sus pasos hacia el Poniente siguiendo el camino que el sol moribundo trazaba en el cielo en su eterno discurrir hacia la noche... Camino interrumpido por toda una sucesión de desiertos calcinados, cadenas montañosas y estériles mesetas habitadas por infieles sanguinarios que hacían del viaje hacia las regiones crepusculares toda una aventura tan arriesgada como penosa.
El viajero conocía bien todas estas penalidades sufridas con crudeza en su propia carne. Veinte años de estudios exhaustivos le habían persuadido de la veracidad de la existencia del Templo del Fin del Mundo, y cinco de viaje le habían llevado al fin frente al ansiado edificio. Ahora daba por buenas las fatigas y perdonaba los sinsabores y los peligros que, con riesgo incluso para su propia vida, se había visto obligado a sufrir durante buena parte de su largo peregrinaje. Había merecido sin duda la pena.
El día se extinguía y la noche avanzaba tiñendo de negro la cristalina cúpula del firmamento al tiempo que comenzaban a despuntar tímidamente las primeras estrellas. A pesar de su impaciencia, el peregrino se convenció de la conveniencia de pasar allí la noche aguardando al día siguiente para realizar la última etapa de su largo periplo. Las horas nocturnas eran francamente peligrosas en aquellas remotas regiones como bien sabía el peregrino, por lo que hubiera resultado absurdo arriesgar la feliz culminación del viaje por no haber sido capaz de aguardar prudentemente unas pocas horas. Buscó pues un lugar que pudiera servirle de refugio encontrándolo no muy lejos al abrigo de unas rocas que se alzaban sobre el pelado páramo formando una concavidad natural suficiente para hurtar su cuerpo de la amenaza de las alimañas de dos y cuatro patas que pululaban por todas las Tierras Perdidas.
Sacando de su zurrón las últimas provisiones que le quedaban (unas pocas tiras de duro tasajo robadas a una tribu de nómadas salvajes y un odre lleno hasta la mitad de un agua fétida), el peregrino se dispuso a efectuar su última comida antes de penetrar en la Mansión Divina. Olvidando la repugnancia que le invadía cada vez que recordaba el origen impuro de la carne que constituía desde hacía semanas su único alimento, comió con avidez y casi con glotonería olvidándose del rígido racionamiento que se había impuesto hasta acabar con la totalidad de sus escasas provisiones. No importaba. Mañana ya no le harían falta puesto que dispondría a su antojo de los ubérrimos frutos producidos por el Jardín Celestial, el parque privilegiado que a decir de los eruditos doctores de la Iglesia rodeaba la Casa de Dios.
Huelga decir que el sueño del peregrino fue sacudido por místicas visiones de la gloria que le esperaba allí, al alcance de su mano. Apenas había despuntado el día cuando, cargando con su zurrón y su cayado, emprendió el camino hacia las afiladas agujas que señalaban el lugar en el que se encontraba la tan ansiada meta. Eran tan sólo unas pocas horas de camino, apenas nada para alguien que llevaba caminando durante años, pero fueron sin duda las horas más largas en la vida de un mortal con un sol que parecía querer detenerse en su camino como lo hiciera por mandato divino durante la gloriosa batalla de Rolparán en vez de seguir su curso a través del terso y resplandeciente cielo.
Pero todo era imaginaciones suyas inducidas por la impaciencia que le embargaba. El sol ascendía majestuoso en el firmamento y las agujas del Templo aumentaban sensiblemente de tamaño conforme se iba acercando a ellas. Incluso el propio suelo que pisaba comenzaba a apuntar un esbozo de camino allá donde poco más atrás hubiera tan sólo un pedregoso y yermo páramo. Ninguna señal de vida, animal o vegetal, se apuntaba en la amplia perspectiva que abarcaban sus ojos, con el limpio horizonte tan sólo quebrado por la familiar silueta que le servía a la par de guía y de destino. Nada más, salvo el cielo y la tierra y un pequeño e inidentificable bulto oscuro que se apuntaba a la derecha del camino y que por primera vez veía en la lejanía.
No precisó de mucho tiempo para cerciorarse de que el objeto de su interés era un viejo erg acurrucado a la vera del sendero esperando sin duda la llegada de su cercana muerte. El peregrino conocía sobradamente las costumbres sociales de estos subhumanos salvajes, que acostumbraban a abandonar a sus viejos a la vera de un camino hasta que éstos morían de inanición o eran devorados por una alimaña, o por alguna de las hordas caníbales que pululaban por las Tierras Perdidas. Y, puesto que los pueblos civilizados no consideraban personas a los erg, no le prestó la más mínima atención cuando pasó por su lado a pesar de que éste se hallara a tan corta distancia del más sagrado de los santuarios del Orbe. Si, tal y como afirmaban las Sagradas Escrituras, el viejo erg carecía de alma inmortal, poco debía de importarle la cercana presencia de Dios.
Realmente, el viejo no prestaba la menor atención al cercano templo; pero cuando el peregrino pasó casi rozando los bordes de su andrajosa túnica abandonó la apática expresión de su rostro mirando con diabólica expresión al viajero que osaba alterar su reposo al tiempo que le increpaba en su primitiva y grosera lengua.
El peregrino, que conocía mejor o peor los distintos dialectos de las gentes de las estepas, se volvió sorprendido mirando con irritación a su interlocutor puesto que, dentro de la jerga infernal que éste utilizaba, había creído entender una advertencia hacia los peligros que encerraba el edificio hacia el cual dirigía sus pasos.
-¿Qué dices, viejo animal? -le preguntó indignado- ¿Por qué no puedo ir al Templo?
-Porque no vas a encontrar lo que buscas. -respondió éste- Tu Dios ya no está allí, hace ya mucho que abandonó esta tierra. Allí sólo existe desolación y muerte.
El erg acababa de pronunciar, probablemente sin saberlo, la mayor blasfemia posible dentro del orbe civilizado. Y, aunque en esencia no se podía considerar como hereje a un ser que no sólo no profesaba la verdadera fe, sino que también estaba privado de la posibilidad de gozarla nunca, el condicionamiento religioso del peregrino era tan fuerte que reaccionó de manera instintiva, exactamente igual que lo hubiera hecho frente a un celestita confeso: asiendo firmemente su pesado cayado, dejó caer éste sobre la cabeza del miserable viejo, que cayó abatido con el cráneo abierto sin exhalar un gemido.
El peregrino era un sincero cumplidor de los preceptos religiosos, uno de los cuales prohibía todo tipo de violencia al tiempo que condenaba gravemente a los homicidas. Pero estos mandamientos afectaban únicamente a los humanos, y no a los animales semiinteligentes como el que acababa de matar, similares quizá en figura a los verdaderos hombres pero privados por completo del hálito divino que permitiría a éstos gozar de la vida eterna después de su muerte. Por este motivo no se inmutó en absoluto ante su acción, lamentándose quizá de haberse visto dominado por un arrebato de ira motivado, eso sí, por una pérfida blasfemia. Y así, recordando los escritos de los santos padres en los que se recomendaba prudencia frente a la provocación y fortaleza ante la blasfemia, continuó su camino gozoso de alcanzar al fin la meta de su largo viaje.
Declinaba ya el día cuando alcanzó las estribaciones del Templo pudiendo entonces comprobar lo ciclópeo de sus proporciones y lo sorprendente de su arquitectura, tan extraña y majestuosa como impresionante en su solidez. Ante él se alzaban los recios muros, rematados por mil esbeltas agujas cárdenamente inflamadas por los postreros rayos de un sol moribundo que parecía querer proclamar de esta manera la suprema gloria del Hacedor del Universo.
Pero por más que buscaba, no conseguía encontrar ninguna puerta o abertura alguna que le permitiera penetrar en el interior del recinto sagrado; probablemente, se dijo, el pórtico de acceso se encontraría en la fachada occidental, la que señalaba precisamente el final de la Tierra. Él había alcanzado el templo por oriente para recorrer en toda su longitud el muro que daba hacia el sur, por lo que no era de extrañar que no lo hubiera encontrado todavía.
Por fin el muro dobló bruscamente, dejándole en una amplia explanada en la que se alzaban varios edificios formando una plaza cerrada a la que remataba en uno de sus lados la fachada principal del templo, una obra maestra de la extraña arquitectura usada en este lugar por el Creador. Absorto como jamás lo hubiera estado en su vida, el peregrino contempló con arrobo las maravillosas esculturas, las filigranas pétreas violentamente iluminadas por las postreras luces del iniciado ocaso. Apenas quedaban unos instantes de luz, y ya los edificios fronteros aparecían sumidos en la oscuridad de la naciente noche. El peregrino decidió entonces penetrar en el Templo, consciente al fin de que sus penalidades habían llegado a término.
La entrada estaba guardada por unas enormes puertas de bronce a la sazón cerradas, sin que hubiera indicación alguna de la manera en la que éstas podían ser abiertas. Acercándose tímidamente a una de ellas, empujó con suavidad el batiente sin esperanza alguna de que cediera en lo más mínimo ante su débil esfuerzo. Pero para su sorpresa éste giró en silencio sobre sus invisibles goznes, invitándole a penetrar en el más sagrado de los recintos.
Inflamado por un arrebato del más puro fervor místico, el peregrino cruzó el umbral encontrándose en el interior de una amplia nave tenuemente iluminada por unas lámparas suspendidas de las paredes, las cuales difundían una luz cálida y opalina que daba a la atmósfera un ambiente irreal y fantasmagórico, propicio sin duda alguna para el estado de ánimo que embargaba al osado visitante.
Nada había en el vasto interior a excepción de los elementos arquitectónicos que daban razón de ser al mismo y las sempiternas lámparas que se extendían a todo lo largo de los muros. Nada de coros celestiales cantando la gloria del Señor, ni tampoco venerables ancianos saliendo a dar la bienvenida al nuevo bienaventurado. Nada pues, salvo el sobrecogedor silencio de los lugares prohibidos.
Dirigiendo sus pasos hacia la cabecera del Templo el peregrino alcanzó al fin el presbiterio, tan desnudo bajo la impresionante cúpula que lo remataba como el resto del vasto edificio. Y allá, en el lugar en el que debería haber estado el altar mayor, alcanzó a descubrir una inscripción escrita con grandes letras en el lenguaje sagrado, restallante de fuego contra la pétrea inmutabilidad del muro:
ESPERÉ, ESPERÉ Y NO LLEGASTEIS
SOIS TODOS
INDIGNOS DE MÍ
Había llegado tarde. Lo comprendió con esa certeza absoluta que sólo es capaz de alcanzarse en muy pocas y transcendentales ocasiones. Los celestitas tenían, a pesar de todo, razón, y también el viejo salvaje que había matado con su cayado. Todo su mundo se había derrumbado en un instante, y nada de lo que había hecho durante toda su vida tenía el más mínimo valor ya. Cuando el frío suelo acogió a su cuerpo desmayado, casi envidió la fortuna de todos aquellos que no habían conseguido llegar hasta el final.
Estaba decidido. La Iglesia prohibía el suicidio, pero algunos escritores sagrados afirmaban que no era pecado dejarse morir cuando no existía posibilidad alguna de preservar la vida por medios naturales. Pero él carecía por completo de alimentos y jamás conseguiría volver a un lugar habitando antes de morir de inanición. Podría cometer el nefando pecado de comer la carne de su víctima disputándosela a los carroñeros, pero con eso tan sólo conseguiría prolongar un poco más su agonía. Y, puesto que no tenía salvación, prefería morir justo allí, al pie de la inscripción, para que su descarnada osamenta sirviera de prueba para que las generaciones venideras pudieran saber que él había llegado hasta el final, aunque su esfuerzo hubiera resultado vano.
Amanecía. En el interior del Templo tan sólo existía ahora un cadáver. Dios había sido, pese a todo, misericordioso con el peregrino.
Publicado el 10-10-2007 en Aurora