Vivo en un cuadro



Vivo en un cuadro. Ya sé que a ustedes les extrañará lo que acabo de afirmar, pero les aseguro que es cierto. Rigurosamente cierto.

Claro está, me dirán que eso es imposible, que no se puede vivir en el interior de un cuadro... y entiendo que lo crean así, puesto que nadie ha podido ver jamás a ninguno de nosotros, los habitantes de los cuadros, o cuadrícolas, como preferimos denominarnos nosotros; porque no se trata de nada fácil.

Este desconocimiento de nuestra existencia se debe principalmente a dos razones. La primera de ellas, es que no todos los cuadros tienen vida, ni mucho menos; de hecho, tan sólo una exigua minoría son capaces de alentarla, aquellos que salieron de la mano -o de los pinceles, para hablar con más propiedad- de verdaderos maestros capaces de insuflársela a sus creaciones, algo que está al alcance únicamente de los verdaderos -y escasísimos- genios. El resto de los pintores, es decir, la inmensa mayoría de ellos, tan sólo son capaces de plasmar en sus lienzos naturalezas muertas en el sentido más literal de la palabra.

De todos modos, lo que resulta determinante a la hora de hacer que seamos desconocidos es el hecho de que el común de los mortales son incapaces de vernos. Esta ceguera se debe al hecho de que el ritmo vital de los cuadros vivos, su tiempo interno si lo prefieren, no coincide con el del mundo real por ser, según los casos, más rápido o más lento que este último. Dicho con otras palabras, existe un desfase cronológico que hace que los sentidos de los humanos, y en especial la vista, sean incapaces de percibir realidades que no están sincronizadas temporalmente con las de su propio mundo. Ésta es una limitación sensorial que a los cuadrícolas no nos afecta pero a ustedes sí, razón por la que aunque nos pueden ver, siempre nos aprecian como figuras inmóviles, algo que no somos en absoluto.

Porque, vuelvo a insistir en ello, existimos, y de hecho somos inmortales mientras nuestro universo, el cuadro que nos cobija, perdure. Por desgracia esto no ocurre siempre ya que, como es sabido, por diversas circunstancias muchos de nuestros hogares han acabado desapareciendo de forma irreversible a lo largo del tiempo -de su tiempo-, algo que para nosotros es una verdadera catástrofe ya que nos obliga a emigrar a otro cuadro que nos acoja, en el cual deberemos llevar desde ese momento una vida clandestina ya que los humanos no deben vernos en nuestro nuevo estado ni siquiera en forma de figuras inmóviles. Claro está que peor alternativa es la de desaparecer para siempre con el cuadro, como les ha ocurrido a algunos de nuestros desgraciados congéneres que no tuvieron tiempo de dar el salto.

Pero temo que me estoy adelantando. Primero tendré que explicarles como son nuestros mundos. En primer lugar, he de advertirles algo que pudiera parecer una paradoja: como fruto que somos de la imaginación de los humanos, es inevitable que nos parezcamos a ustedes; pero no somos como ustedes. Bueno, algunos sí, por supuesto; la historia de la pintura está llena de retratos y de escenas tomadas del natural en las que aparecen representadas figuras humanas. Pero en otras ocasiones los artistas dejaron volar su fantasía imaginando personajes de lo más variopinto y extraño, en especial desde que surgieron las vanguardias a finales del siglo XIX aunque, como es sabido, la tradición de representar seres fantásticos se remonta como poco hasta la Edad Media, con sus diablos y seres -para la época- espantosos. Pero por muy... pintoresco que pudiera resultar nuestro aspecto, todos nosotros sin la menor excepción hemos surgido siempre de la mente de uno de ustedes, quede esto claro.

Y ahora es cuando llega ya el turno de presentarme. Tengo la suerte de vivir en un cuadro sumamente famoso, el tríptico de El Jardín de las Delicias que pintara el Bosco y que se conserva, como es sabido, en el Museo del Prado. Estoy seguro de que todos ustedes lo habrán contemplado alguna vez, bien al natural bien en una reproducción fotográfica, razón por la que habrán tenido oportunidad de verme también a mí. Si se fijan en la tabla de la derecha, aquella que representa los mundos infernales, descubrirán a un lado una pequeña figura que... bueno, la verdad es que esto tampoco importa demasiado, amén de que mi apariencia resulta ser bastante, digamos, peculiar.

Antes de seguir adelante, quiero hacer hincapié en algo que probablemente les chocará: el mundo interior de un cuadro no se limita ni mucho menos a la superficie que ustedes pueden ver. Para empezar es tridimensional, y no plano. No, no me estoy refiriendo a la perspectiva aplicada por el autor, que proporciona una sensación de profundidad, sino a una verdadera tridimensionalidad idéntica a la suya; que no sean capaces de percibirla, no quiere decir que no exista.

Así, esa casa que ven en un cuadro y que para ustedes es tan sólo una mera fachada pintada sobre el lienzo, es en nuestro mundo una verdadera vivienda con todas sus estancias perfectamente habitables y amuebladas. O por poner un ejemplo conocido, detrás de la puerta entreabierta que se vislumbra al fondo de Las meninas se extienden las dependencias del palacio, al tiempo que fuera de su plano, pero frente a Velázquez, se encuentran posando realmente los monarcas españoles. De la misma manera, nuestro mundo puede extenderse también más allá de los límites del marco, no se vayan a creer que el río que aparece en una esquina nace precisamente allí, o que más allá de lo que ustedes ven se extiende tan sólo la tenebrosidad del vacío... en realidad, la superficie de un cuadro podría ser considerada algo así como una ventana por la que ustedes se pueden asomar a nuestro mundo sin apreciar de él más que una visión parcial e incompleta.

¿Hasta dónde se extienden los límites de nuestros cuadros? Eso depende mucho de nuestros creadores, ya que estos mundos particulares existen hasta allá donde ellos imaginaron que debían abarcar, con independencia de lo que finalmente plasmaran en el lienzo. Y no hay reglas, no puede haberlas. Mientras que una miniatura bien puede ser tan sólo el mínimo reflejo de un vasto mundo, un gran bodegón puede no existir más allá de las paredes que lo limitan.

Yo no me quejo, ni mucho menos. Aparte de que mi mundo-cuadro es con todo merecimiento uno de los más famosos de toda la historia del arte, la imaginación delirante de mi creador le proveyó de una profundidad y una riqueza infinitamente superiores a las que ustedes aprecian en el mismo, y eso de que ya de por sí es considerable. De hecho, mis compañeros y yo somos considerados por el resto de mis congéneres como unos auténticos privilegiados.

Pero entre todos los de mi especie, a diferencia de ustedes, nunca ha habido envidias ni vanidades, en parte porque cada cual asume su destino, y en parte también porque no estamos aislados en el mundo-cuadro que el destino tuvo a bien otorgarnos. ¿Recuerdan cuando les dije que los habitantes de un cuadro destruido podían refugiarse en otro? Ahora se lo voy a explicar. Nuestros pequeños -o no tan pequeños- mundos no están aislados, ya que entre ellos se extiende una tupida red de túneles -llamémosles así a falta de un calificativo mejor- que los interconectan, permitiéndonos el paso de unos a otros.

La red de túneles es tan extensa como intrincada, y su distribución sumamente caprichosa; mientras algunos cuadros cuentan con infinidad de ellos otros, por el contrario, apenas si tienen alguno, no faltando incluso quienes -por fortuna muy pocos- carecen de ellos, lo que les condena a un aislamiento absoluto.

Ninguno de nosotros conoce ni el origen de estos túneles ni las razones que determinaron su peculiar trazado, aunque es opinión generalizada que podrían deberse a las influencias mutuas entre los distintos pintores, o bien a sus herencias artísticas. Algo de cierto debe de haber en ello, ya que el hecho de que cuadros de maestros como Velázquez o Goya estén entre los que cuentan con una urdimbre mayor de túneles parece refrendar esta teoría.

La existencia de los túneles nos permite viajar con comodidad de unos cuadros a otros, aunque puede ocurrir que la ruta a seguir para llegar a un cuadro determinado sea larga y tortuosa, a veces incluso demasiado larga y tortuosa. Por ello, aunque a la mayoría de nosotros nos agrada hacer turismo, en ocasiones hay lugares a los que no nos es posible acceder debido a su lejanía; tal como he explicado, tenemos la obligación de permanecer en nuestro lugar el tiempo necesario para que ustedes no lleguen a percibir nuestra ausencia. Aunque esto nos deja bastante libres, también nos condiciona al impedirnos llegar más allá de determinada distancia.

Algunos de mis camaradas aprovechan circunstancias especiales tales como los traslados de los cuadros en los que habitan o, todavía mejor, su estancia más o menos larga en los almacenes del museo que los cobija, pero por desgracia esto es algo que a mí me está vedado ya que al ser El Jardín de las Delicias una de las joyas del Prado jamás sale fuera de sus muros ni por supuesto se retira de la sala en la que se exhibe, salvo en caso de restauración que, como cabe suponer, es justo el momento menos adecuado para nuestras incursiones. Existe, incluso, la leyenda apócrifa que afirma que uno de los alabarderos de La rendición de Breda, aprovechando su escasa relevancia en la composición del cuadro, se escabulló durante una temporada antes de ser descubierto por casualidad, pero esto es algo que me resulta bastante difícil de creer, puesto que los castigos impuestos por abandono de tu lugar son tan severos que nadie en su sano juicio osaría arriesgarse a ello.

En mi caso particular tengo la suerte de que mi cuadro está interconectado con otros muchos, lo que me facilita mucho mis desplazamientos incluso a ámbitos tan alejados de la pintura clásica como son los cuadros surrealistas de principios del siglo XX -en los que por cierto me encuentro como pez en el agua-, por poner tan sólo un ejemplo; claro está que mi creador fue excepcional por muchos motivos. No obstante mis gustos personales son bastante eclécticos, aunque como cabe suponer siento predilección por algunas tendencias determinadas tales como el romanticismo, el simbolismo o el surrealismo... aparte, claro está, de los grandes clásicos, aunque con excepciones; en una ocasión me introduje en una de las Pinturas negras de Goya y salí de allí realmente espantado.

Lo que no me gusta nada, lo reconozco, son los vanguardismos casi de cualquier pelaje, y que me perdonen maestros de la talla de Picasso -el cubista, claro-, Klint o Miró, ya que no puedo evitar sentirme desconcertado ante -o, mejor dicho, dentro de- sus obras. Peor aún es lo que me ocurrió cuando decidí entrar en un cuadro de Mondrian; me perdí en su interior y salí de allí casi mareado.

Huelga decir que lo que se entiende como “arte contemporáneo”, salvo honrosas excepciones, me motiva todavía menos, amén de que la mayor parte de esos cuadros son obras muertas sin el menor atisbo de vida. En cualquier caso, ¿qué se me ha perdido a mí entre esos chafarrinones extraños y gélidos en los que me siento completamente perdido? Y eso que, como los cuadrícolas tan sólo nos podemos mover por el interior de las obras pictóricas -cada una de las distintas artes plásticas, como la escultura o la fotografía, tienen sus propias redes aisladas por completo de las nuestras-, queramos o no estamos a salvo de todas esas cosas tan extrañas que se han puesto de moda en los últimos años, tales como “happenings”, “perfomances”, “instalaciones”, apologías de la casquería más repulsiva o tomaduras de pelo varias, si es que todas ellas no lo son. Así pues, mejor olvidarlas.

Supongo que a estas alturas todos ustedes se estarán preguntando por qué demonios les estoy contando todo esto, y si es que acaso pretendo violar el celoso secreto que ha amparado durante siglos nuestra existencia... pues no, pueden estar tranquilos. Lo que ocurre, es que yo tengo una vocación literaria, algo insólito por estos pagos en los que prácticamente nadie escribe -excepto, claro está, los retratos de escritores y poco más- y tampoco casi nadie lee. En consecuencia, escribiera lo que escribiera mis congéneres no me iban a leer, y por supuesto ustedes tampoco; ¡si ni tan siquiera son capaces de percibir mi existencia real!

Así pues, me encontraba frente a un callejón aparentemente sin salida, al resultar inútil pergeñar una novela, un libro de poesías o un ensayo científico o filosófico, pongo por ejemplo, si nadie iba a acabar leyéndolo; y los autores, permítaseme esta pequeña presunción, somos vanidosos por naturaleza y nos gusta por ello que nuestra obra pueda ser admirada. Por ello, y tras devanarme los sesos buscando una posible solución, decidí probar suerte con esto que están ustedes leyendo ahora, una descripción de mi mundo -o de mis mundos- por entender que esto quizá sí podría interesarles, quizá al considerarlo como una muestra de ese género que ustedes llaman fantasía. Además, así salvaguardo el secreto de nuestra existencia, ya que sin duda tenderán a considerarlo como un simple fruto de la imaginación desbocada de su autor, es decir, la mía.

Eso sí, todavía me quedaba algo importante por resolver, la manera de lograr que mi mensaje pudiera llegar hasta su mundo exterior, algo nada fácil por cierto. Mi primer plan, sencillo en su concepción, consistía en aprovechar una de esas descaradas tomaduras de pelo que algunos presuntos artistas denominan “perfomances”, que aunque uno tenga ya varios siglos a sus espaldas me gusta estar al corriente de los avances de hoy en día. En concreto, centré mi atención en esas que consisten en montajes con pantallas de televisión, pensando en reemplazar el vídeo original por mi texto; estoy seguro de que habrían tardado bastante tiempo en darse cuenta del cambiazo, a juzgar por anécdotas tales como la de ese museo de arte contemporáneo -obviaré su nombre- en el que un “cuadro” fue colgado boca abajo sin que nadie, excepto el propio “autor” se diera cuenta de ello. Por desgracia, pronto hube de desestimarlo ya que, tal como les he comentado, nuestro universo pictórico es un ámbito cerrado sin la menor interconexión con cualquier otro, razón por la que me hubiera resultado de todo punto imposible llegar hasta allí.

La única opción que me quedaba era, pues, la de recurrir a un cuadro... pero, ¿a cuál? Por lo general, convendrán ustedes en ello, la pintura y la literatura no han solido hacer demasiado buen maridaje, máxime teniendo en cuenta que mi texto era relativamente largo, nada de un rotulito del tipo del famoso “Esto no es una pipa” de Magritte que hubiera podido colgar en cualquier sitio. Y desde luego, tenía que contar también con la limitación de no poder incluir ningún tipo de modificación en un cuadro conocido, fotografiado o catalogado, puesto que entonces se estaría violando la prohibición de realizar cambios susceptibles de ser detectados por ustedes.

Por fortuna, se me ocurrió que, de existir algún camino viable para mis pretensiones, éste debería buscarse en el campo del dadaísmo, ese pintoresco movimiento artístico de principios del siglo XX caracterizado por su anarquía radical y su feroz rechazo a todo atisbo de academicismo o tradicionalismo... si era capaz de encontrar algo, tendría que ser precisamente en ese cajón de sastre.

Y lo hallé, a costa de descender -literalmente- hasta las mismas catacumbas de la pintura; pues si algo hay casi tan triste como la pérdida de un cuadro, es su abandono más absoluto. Después de husmear por aquí y por allá, supe de la existencia de un pintor dadaísta francés especializado en realizar grandes lienzos en los que se limitaba a reproducir, con cuidada caligrafía, largos textos de sus amigos escritores, o en ocasiones suyos propios, técnica que él denominaba “poesía pictórica”.

Discúlpenme si no les digo su nombre; aparte de que no le conocerían, puesto que está sumido en el más absoluto de los olvidos incluso para los propios estudiosos, correría el riesgo de violar nuestra sacrosanta ley fundamental que tantas veces he invocado. Lo que sí puedo decirles, es que este artista, cuya obra pasó completamente desapercibida en su época, murió a los 25 años de edad en la más absoluta indigencia, al parecer con la cabeza perturbada a causa de sus excesos con la absenta, se ignora si por enfermedad, desnutrición o suicidio, sin lograr vender en su corta vida ni tan siquiera uno solo de sus lienzos y sin que, a diferencia de otros artistas de fama póstuma como Van Gogh, la fortuna le sonriera ni siquiera después de muerto.

Según logré averiguar, la obra de nuestro pintor fue malvendida por su casero a un ropavejero que a su vez la revendió, años después, a un oscuro museo parisino, a cuyos sótanos fue a parar sin ser siquiera desembalada... y así continúa hoy en día, pues el conservador del museo que la inventarió se limitó a reseñar en los libros de registro que se trataba de “treinta y siete cuadros de monsieur X en los que se reproducen textos literarios de diversa procedencia, ninguno de especial interés”, sin precisar en ningún momento la naturaleza de los mismos. Y puesto que este conservador, que fue el último en contemplarlos, lleva ya muchos años muerto, resultaba posible cambiar uno de los textos originales -bastante malo, por cierto- por el mío propio sin violar en absoluto la prohibición de alterar obras conocidas, ya que ni existe la menor reseña de estos textos -tampoco los cuadros llegaron a ser fotografiados-, ni tampoco queda ya nadie vivo que pudiera apercibirse de mi mixtificación. Cierto es que mi estilo literario se parece muy poco a lo que cabría esperar en un texto dadá, pero cierto es también que si algo tenían en común estos artistas, era precisamente su absoluta disparidad estilística.

Y lo hice. Tuve que recorrer un largo y complicado camino hasta alcanzar mi meta, aparte de obtener con anterioridad la autorización del Gran Consejo Rector para llevar adelante mi travesura, pero finalmente pude lograr mi objetivo reemplazando con mi relato el texto original de uno de esos cuadros, de extensión parecida a la del mío.

Ahora tan sólo me queda esperar a que un golpe de suerte permita rescatar del olvido a esos cuadros que desde hace casi cien años dormitan en un polvoriento almacén al estilo de la melancólica arpa de Bécquer, puesto que de no ocurrir así mis esfuerzos no habrían valido de nada. Pero si ustedes llegar a leer esto, será señal de que lo he conseguido.


Publicado el 8-3-2011 en NGC 3660